Pantalones
Por unos pantalones, muchos ciudadanos se han llamado a escándalo. Son esos pantalones de marca que anuncia la televisión mediante una escena en la que varios gamberros tiran a un muchacho por la ventana para robárselos.A quien asó la manteca se le debió ocurrir semejante estrambote. Pero hay más en los anuncios televisados. La técnica que siguen ahora algunos publicitarios es concebir unos argumentos que están al límite del surrealismo, con peripecias surrealistas que se desarrollan en exóticos parajes o en siniestros inframundos. Ocurren allí unas cosas difíciles de concebir por la mente de cualquier persona normalmente formada que no esté cargada de vino. Y cuando la acción llega a su desenlace, el espectador se pregunta qué tendrá que ver todo aquello con el producto que se anuncia.
El anuncio del pequeñín que le birla una cerveza sin alcohol a su padre también ha suscitado grandes protestas. La verdad es que no se entiende cómo podría inducir a nadie comprar cerveza de esa marca viendo que un niño se la bebe y suelta después un eructo.
Ocurre otro tanto con los coches, que muestran en los anuncios alcanzando la cima del Everest, o volando por sobre tierras volcánicas, o metiéndose por vericuetos siniestros propios de la ultratumba, cuando normalmente el potencial comprador se conformaría con tener un coche sólido, dotado de amplias prestaciones, bueno, bonito y barato.
Distinto es, sin embargo, que esos anuncios vayan a inducir a la brutalidad, al crimen o a la corrupción de menores. Algunos los han prohibido ya en previsión de semejantes males porque pueden ser malos ejemplos. O sea, como si la ciudadanía fuera tonta de remate.
Desde que la humanidad existe, la gente está viendo o leyendo constantemente lo que ahora llaman malos ejemplos sin que le afecte absolutamente para nada. El ser humano sabe distinguir muy bien la realidad de la ficción, lo positivo de lo negativo, el bien del mal, y posee suficiente personalidad para mantenerse firme en sus convicciones.
Desde el primer incunable hasta la última fabulación de Internet, la prosa y el verso, la narrativa, la representación teatral, el cine, la televisión, han estado relatando historias de perfidias y de maldades superlativas sin que los lectores y los espectadores se convirtieran en delincuentes.
Cualquiera ha visto a John Wayne abrir fuego contra los pieles rojas, a los pieles rojas arrancando la cabellera a los blancos, a Ray Milland intentando el crimen perfecto, al estrangulador de Boston apiolando señoras, a Drácula mordiendo gañotes, sin que a nadie se le ocurriera hacer lo mismo a la salida del cine. Los niños de todo el mundo hemos acabado a tiros con los siux, los apaches y los comanches sin que por eso de mayores nos volviéramos ni racistas ni asesinos.
Uno tiene la sensación de que nos hemos hecho demasiado moralistas. Moralistas de salón quiero decir. Moralistas para moralizar las vidas ajenas, pues las propias -faltaría más- son irreprochables. Hay una auténtica multitud al acecho de cualquier conducta donde se pueda encontrar algún resquicio que permita acusar a alguien de algo.
La intolerancia, el racismo, la xenofobia, la violencia, el delito ecológico, hasta el hábito de fumar constituyen excelente motivo para emprenderla a palos. Muchas veces, los cargos que se imputan no serían concebibles si no es mediante retorcidas elucubraciones; pero da igual. Acusar a otro de racista, de xenófobo, de violento, de perturbador del reino vegetal o de enemigo del animal y, si se tercia, de fumarse un puro, libera frustraciones y produce gran satisfacción. Y, además, le convierte a uno en modelo del ciudadano que reclama la modernidad del tercer milenio.
Todo lo cual, si bien se mira, supone una desconcertante paradoja. Pues precisamente la sociedad que encara la modernidad del tercer milenio es gregaria del poder, se apunta a cuantas consignas le dicten, hace lo que le mandan, se rige por valores materiales y los valores morales le traen absolutamente sin cuidado.
Una aclaración, a guisa de coda, por si vale: un servidor no piensa comprar esos pantalones del anuncio, pues le parecen horribles. Antes que ponérselos prefiere ir en calzoncillos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.