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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Tres minutos y treinta años.

El espectro se materializó ante mí, y no lo vi al principio. Fue primero esa impresión de ser mirado: alguien nos mira fijamente mientras dormimos, y nos despierta. Entonces levanté los ojos del periódico, y allí estaba: calva y cara de látex, y la estrecha camisa oprimiendo el pecho estrecho bajo la gran corbata amarilla y la gran americana gris, y, colgando de la mano gris, la bolsa de plástico morado y fosfórico, arrugada, desinflada, como vacía. Quizá acababa de llegar de un viaje, a la cafetería del Hotel Málaga Palacio. -Soy Espi. ¿No te acuerdas de mí?

¿Tenía que acordarme? Recordé caras, y vi una pantalla en la que unas caras se transformaban en otras, y eran jóvenes y envejecían y volvían a ser jóvenes antes de volver a envejecer, transfiguradas e iguales a sí mismas siempre, pero no encontré una historia para aquella cara: aquel Espi, o como se llamara, no tenía sentido, no era nadie.

-Espi, hombre. Espino, Espinosa, en el colegio.

Ni siquiera lo encontré en el tumultuoso campo de fútbol del colegio, mala sangre y acné, ni en la fila que en aquel instante, hacía treinta años, entraba en una clase donde olía a jerséis mojados. Vi el laboratorio, y la cara de aquel que se pinchaba con una aguja y ponía una gota de sangre en el microscopio, y una tortuga disecada de la que no me había acordado jamás hasta entonces, pero no encontré a ningún Espi, Espino, Espinosa.

-¿El colegio? Ya se había sentado, ya le había hecho una seña al camarero, que llegaba con un vaso medio vacío, sólo hielo derretido y una rodaja de limón. Y hablaba, hablaba, hablaba, Espi o Espino, Espinosa, desganado funcionario de los tribunales o el Fisco, Obras Públicas u Orden Público, quién sabe. Sí, da muchas vueltas la vida, decía. ¿Qué querrá venderme?, pensé. Estamos en el colegio y estamos aquí, dijo; yo veo una cara y digo: esta cara es mía, y es mía, de mi memoria, no hay quien me la quite, ¿me entiendes?

¿Qué quería? Si era un estafador, era un estafador muy imperfecto, con aquel lejanísimo olor a alcohol bebido y transpirado, y un ojo más alto que otro bajo una ceja presuntuosa, un ojo de cristal, quizá. Y entornaba los ojos y ladeaba la cabeza, como tasando uno de esos objetos indefinibles e inapreciables de los anticuarios, o calculando con el ojo bueno antes de apostar. Y de repente calló, lanzó una mirada voraz hacia la barra. Dijo:

-Quiero pedir algo.

Eso era: un bebedor, que ahora recordaba y nombraba a Pérez, a García Fonseca (sí, hubo muchos Garcías, pero no sé si hubo algún García Fonseca), Sabido, Mendoza, Morales. Hubo un Sabido.

¿Un Mendoza? Hubo un Morales, sí, en el último año de bachillerato.

-¿No me invitas? ¿Tan mal andas? No era ruidoso: hablaba con precaución, o aguantando la risa, como se habla a esa gente a la que le va desastrosamente, humorísticamente mal la vida, o amenazando: uno de esos seres de los que por instinto huyen los perros y los niños. Se agachó sin ruido.

Cogerá una piedra, pensé, pero no hay piedras en el Málaga Palacio, y oí la cremallera al abrirse en la bolsa arrugada. No iba muy llena la bolsa, femenina, de asas con brillo de charol, y una palabra impresa, Lancôme: la estoy viendo ahora mismo. Y así veo la mano que entra en la bolsa y sale con unos billetes viejos. -25.000 pesetas. Para ti.

Hubo un cambio de luz en la cafetería del Málaga Palacio, más luz, como si nos hubiéramos mudado a un bar más sucio, pero más claro, más lleno, con seis clientes en la barra, y una mujer y un hombre que nos miraban desde dos mesas más allá de la nuestra, y quizá iba a llegar más gente, porque Espi, o Espino, o Espinosa, miró hacia la puerta. Quizá esperaba a alguien.

-Sí, tienes razón -dijo-. Para ti es poco. Tú vales más. Me acuerdo de ti, ya te lo he dicho. Tengo memoria, tengo dinero. ¿250.000? La mano volvió a la bolsa, sacó dos fajos, y otro más, y Espinosa empezó a contar con dedos manchados y afilados y torpes aquellos billetes de mil, manchados y sujetos con gomas. No cuento, dijo, no me da la gana, ya lo sabes tú, la aritmética se me da mal, muy mal. No cuento. Aquí tienes, 300.000. Y Espi creció, llenó todo el café, se convirtió en una presencia descomunal y en un descomunal silencio.

-Coge el dinero, vamos, es un regalo. Voy a necesitar paciencia, y más, decisión, y hacer en algún momento un gesto que me libre de este Espi inevitable, Espino, Espinosa, pensé. Y Espinosa decía: No te basta, o puede que sea mucho, no quieres engañarme, lo sé, quizá sea menos lo que deba ofrecerte, yo quiero poco, sólo que te acuerdes de mí la próxima vez. Aquí tienes: 100.000 más. Cógelas, guárdatelas, no es bueno tener tanto dinero sobre la mesa, dijo, y era una voz desganada e inevitable, y nos miraban aunque no querían mirarnos. Y decía: No es suficiente para ti, lo sé. ¿Te acuerdas? No, no te acuerdas. No te preocupes, recojo mi dinero. Y recogió su dinero y lo guardó en la bolsa, despacio, muy cansado de pronto, como después de fracasar en una mezquina negociación infinita.

-Te daré un cheque, sí, un cheque. Si el caballero acepta cheques, por supuesto. Apreciaré el exacto valor del caballero. Sí, señor: tu exacto valor. Hizo una señal al camarero, y creí que pediría una copa, pero sólo pidió un bolígrafo. El señor paga mi cuenta, dijo, y me guiñó, y ya escribía en el talonario de cheques con pulso firme y mano dinámica, la izquierda, mientras la derecha actuaba como un parapeto. Tenía desabrochados los puños de la camisa, y un tizne que parecía sangre en la muñeca izquierda, y con las dos manos dobló el papel y lo dejó sobre la mesa, y puso el vaso encima. Quitó el vaso inmediatamente. Va a mancharlo, dijo, y pasó las yemas de los dedos sobre el papel, como si acariciara a una rata.

-Es suyo, señor. A su nombre, señor. Me acuerdo de tu nombre. Se levantó y se fue, y la espalda de la chaqueta estaba arrugada, quizá había pasado dos horas contra el asiento de un avión bajo el peso de Espi, Espino, Espinosa, y el cheque doblado se iba abriendo sobre la mesa mientras el espectro volvía al mundo espectral, y volvieron a sonar las voces de los clientes del café, y el camarero tecleó en la caja registradora, y las cucharillas giraron en las tazas, y la mujer abrazó al hombre, suave, rápidamente, y yo cerré el periódico, todavía tenía el periódico abierto en las manos, todo había durado cinco minutos, menos, y alargué la mano y, sin levantar el cheque, empecé a abrirlo. Era curiosidad: quería ver la cantidad que Espinosa había escrito, mi exacto valor, sí. Y, a través de la cristalera del Málaga Palacio, vi a Espi, hacia el parque, pernilargo, andando sobre las puntas de los pies. Entonces recordé. A Espinosa, a Espino, a Espi. Y rompí el cheque sin mirarlo, como si rechazarlo me librara de recordar.

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