Después del eclipse
¿Dónde estoy y qué ha ocurrido? ¿qué lugar es este? Sé que ayer iba en un barco; que habíamos zarpado de la isla un poco antes de mediodía y estábamos en la cubierta, sentados en unas hamacas pintadas de blanco, en espera del eclipse, sin saber qué podría caernos del cielo, tal vez sólo un poco de aoscuridad o tal vez el fin del mundo.Yo tenía en la mano un libro del poeta Osip Mandelstam que decía "todo pasó antes, todo se repetirá de nuevo", pero no estaba seguro, pensaba que a lo mejor los augurios de la catástrofe era la verdad: cuando el disco del sol se ocultara tras la luna todo terminaría, los rayos infrarrojos y los rayos ultravioletas iban a quemar en segundos los ojos de los que miraban hacia arriba, y luego sus corazones; a continuación vendrían las plagas, las epidemias mortales, los incendios; después, nada más, sólo los dragones chinos que deboran la luz, las tinieblas de Dios arrasándolo todo, dejándolo todo en sombras, inmóvil, vacío.
Fue aún más extraño verlo desde alta mar, junto a la borda, mientras nos sentíamos amedrentados por esa angustia que suele inquietar a quienes notan que el suelo se mueve sin control bajo sus pies, al ritmo del oleaje, desestabilizándolos con un vaivén que ya parece pertenecerle al fondo del océano, a ese horror abisal hecho de peces gigantes y niños ahogados y naves hundidas.
No sé qué ha pasado. ¿El planeta ha muerto y mi familia y yo somos los únicos supervivientes? Recuerdo que al llegar a Madrid nos encontramos las calles desiertas, los bares cerrados; en nuestra casa no se ven vecinos en la escalera ni coches aparcados en el garaje; los amigos a los que llamamos no descuelgan el teléfono ni han devuelto ninguno de los mensajes que les hemos dejado. De manera que ni los sortilegios ni las oraciones sirvieron de nada, ni los disparos al aire de la secta Yazidi de Turquía, hechos junto al mar Negro para espantar al diablo, ni los rezos de los hindúes para evitar que los demonios Rahu Keta se tragasen el sol. Todo fue inútil, todo ha terminado. Me pregunto hasta qué punto habrá contribuido la estupidez y la puerilidad de la raza humana a su propia destrucción; me pregunto si la Tierra no habrá sido un blanco más fácil porque sus bosques no estaban talados, sus aguas contaminadas, su atmósfera llena de veneno.
Al fin y al cabo, ya habíamos recibido demasiadas señales de alerta, desde los cambios climáticos a la deforestación o la sequía sobre la que hablaban hace poco los periódicos: no llueve, los embalses se agotan, los recursos hidráulicos se terminan; dentro de poco pasaremos sed. Pero no hicieron caso, eran al mismo tiempo tan poderosos y tan imbéciles, poseían tanta codicia y tan poca inteligencia. Ahora que lo pienso, todos esos tipos también eran un eclipse, si los ponías unos junto a los otros también eran capaces de ocultar el sol.
Sin embargo, al salir a la calle porque es 12 de agosto y quiero averiguar en qué consiste el día después, veo que mi familia y yo no somos los únicos, que hay otras mujeres y otros hombres que no han caído. ¿Quiénes eran los damnificados, quiénes no? La pregunta da miedo. ¿Habrá más personas limpias que sucias, más buenas que malvadas, más partidarios de encarcelar en la celda más repugnante y húmeda de Madrid al asesino Augusto Pinochet Ugarte, o más partidarios de soltar a la bestia, de perdonar y hasta justificar las atrocidades del baboso general chileno? En cualquier caso, mientras la situación se esclarece, este Madrid de después del fin del mundo no resulta un mal lugar: hay poca gente, plazas de estacionamiento, ciudadanos pacíficamente sentados en las terrazas; para ser sincero, parece una ciudad mejor de lo que era cuando nos fuimos, hace poco menos de un mes, antes de la debacle.
Se me ocurre que quizá pueda hablarle a alguno de los supervivientes, formar un grupo que plante algunos árboles, derribe algunas estatuas, prohíba determinados carburantes, los aerosoles, los vertidos tóxicos. ¿Qué pasaría si ahora, a partir de septiembre y, aprovechando que aún estamos aquí, empezásemos otra vez de cero?
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