_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Si es mejor para ti, vete ANA MARÍA MOIX

Lamento el tópico: Borís Rotenstein es la viva imagen del artista intelectual ruso, al menos de la imagen del creador artístico que nos ha transmitido la literatura eslava. Consciente de su función como director teatral, lúcido analista del lenguaje escénico, se expresa con fervor contenido, con voz grave y con acento que aún conserva la armonía de su lengua materna. Habla con detenimiento, y da la impresión de que cuanto dice es el resultado de un proceso de reflexión. Llegó a Barcelona en 1987, tras una larga y exitosa -aunque siempre pro-blemática- dedicación al teatro en su país natal. Un país que, por aquel entonces, aún respondía a las siglas de URSS y que hoy volvemos a llamar Rusia. Un año antes de abandonar Leningrado, le prohibieron todos sus espectáculos. Sería la última vez que el zarpazo de la censura lo alcanzaba. La primera dio pie a un hecho insólito en la Unión Soviética: Borís Rotenstein entabló un pleito y, tras siete denegaciones, el Supremo la dio la razón. "Me habían prohibido trabajar en el teatro. Pero en la URSS estaba prohibido no trabajar: era motivo de cárcel. Así que, cuando me dijeron "no hay trabajo para ti", no tuve más remedio que intentar defenderme". Borís Rotenstein sabía muy bien qué podía ocurrirle: no trabajar, me explica, fue la acusación a la que recurrieron las autoridades soviéticas para encarcelar a alguien a quien había tratado con asiduidad: al gran poeta Joseph Brodski, premio Nobel de Literatura. Sin embargo, la última vez que la censura le cayó encima, a raíz de un espectáculo claramente reivindicativo de la figura de Andréi Sájarov, ya no pudo ni recurrir ante el Supremo. "Era un espectáculo muy crítico, con resonancias de carácter político y social, un poco al estilo de Boadella. Me echaron del teatro, pero me dijeron: "no le prohibimos trabajar, usted puede preparar los espectáculos que quiera, cobrará, pero no los estrenará". Por supuesto, decidí irme". Sin red, abandonó su país; dejó familia y amigos. "Me despedí creyendo que no volvería a verlos nunca más. Siempre agradeceré a mi madre su generosa actitud: sobreponiéndose a sus sentimientos, me dijo: "si es mejor para ti, vete". Con el tiempo, ha venido ya dos veces a Barcelona". Borís Rotenstein sonríe en silencio, y hacia adentro. Quizá a alguna imagen o pensamiento que cruzan por su mente y que, por la ternura de la sonrisa que les dedica, supongo relacionada con su madre. ¿Qué le pareció Barcelona y la vida que su hijo había emprendido aquí? "Al principio, se sentía completamente desconcertada. Iba de sorpresa en sorpresa. Ten en cuenta que llegaba de un país donde se hacía creer a la gente que fuera de la Unión Soviética, todo el mundo era malo. Después, quedó prendada de Barcelona, igual que yo". No sólo se equivocó al pensar que nunca más volvería a ver a sus amigos y familiares, sino también respecto a su futuro. "Nunca se me pasó por la cabeza, ni siquiera en sueños, que pudiera volver a ejercer mi profesión. Me encontré en otro país, con otro idioma y en una ciudad donde había gente muy buena dedicada al teatro. ¿Quién era yo?, ¿qué podía ofrecer? No, no era pesimismo. Era pura lógica. Y, sin embargo, he sido un hombre afortunado: llegué a una ciudad maravillosa, he podido volver a trabajar en el teatro. Pero, si hubiera ocurrido lo contrario, no podría quejarme: la injusticia la sufrí en mi país, aquí nadie me debía nada. Y me encontré con tres personas a quienes siempre estaré agradecido por su acogida y generosidad: Elena Vidal, Ricardo San Vicente y Carmen Claudín. Confiaron en mí sin saber quién era yo, y me hicieron de puente con el mundo del teatro, donde tuve el apoyo de compañeros de profesión como Joan Ollé y Jordi Mesalles". A su primera puesta en escena, El banc, siguieron, entre otras, La cantante calva, de Ionesco; La mort i la doncella, de Ariel Dorfman; Orfes, de Leyli Kessler, y La vida perdurable, de Narcís Comadira. Sin embargo, su primera labor relacionada con el teatro fue la docencia en el Institut del Teatre, práctica que aún sigue ejerciendo. "Gracias a Jordi Mesalles, tuve la oportunidad de dar un cursillo de ocho sesiones en el Institut del Teatre. Aún recuerdo aquel primer cursillo con una enorme emoción". Al terminar las clases, lo primero que hicieron los alumnos fue matricularse para el siguiente trimestre. Desde entonces, ha seguido con sus clases en el Institut del Teatre. Pese a haber recibido varias ofertas importantes de otros centros, e incluso de otros países. "Nunca dejaré el Institut del Teatre: fue el punto de partida para recobrar mi profesión". Sus puestas en escena evidencian su especial talento en la dirección de actores. "Un buen actor nunca deja de estudiar, de profundizar en su trabajo. Aunque alcance el éxito, debe seguir profundizando en el arte de la interpretación. De lo contrario, se anquilosa, no avanza". ¿Qué se siente cuando un actor con quien ha trabajado, ya sea en sus cursos o en el teatro, se pasa al cine y, al cabo de un tiempo, lo vemos en la pantalla repitiendo siempre el mismo papel? "El actor debe defenderse del gran peligro profesional del cine: el cine vacía al actor, no le aporta casi nada, excepto fama o dinero en algunos casos. Debe compensar esa amenaza de esterilidad con el estudio. ¿Qué es, para mí, el teatro? Un grupo de personas sentadas en una sala, frente a otro grupo de personas que están en el escenario, unidas por una idea, por un sentimiento común, durante un par de horas, y que luego abandonan la sala con esa idea o ese sentimiento en su interior. El director de teatro es un creador que, junto con su equipo, está creando otra realidad. El teatro enseña a comprender, es intercambio de emociones y de ideas, en el idioma que sea, porque el lenguaje teatral es universal. Para comprender lo que ocurre en escena, sólo se necesita una cosa: desear comprenderlo". Empezó a dar clases sin hablar castellano ni catalán. Borís Rotenstein asiente, y un brillo juguetón enciende la mirada de sus ojos claros que una luz interior parece agrandar repentinamente. Se levanta, me indica que me levante y que le siga. Entre las mesas y silloncitos de la cafetería donde nos encontramos, le sigo hasta la barra del bar, donde me pregunta qué quiero tomar. ¿Una copa? ¿Café? De pronto, me doy cuenta de que él me habla en ruso y yo en... "Así empecé a trabajar en mi taller. Al cuarto día, mis alumnos y yo empezamos a dialogar; ellos en su lengua y yo en la mía, y nos entendíamos perfectamente. Recuerdo que, a raíz de esta experiencia, comprendí el fenómeno creado por Peter Brook en Mahabarata. Antes de salir de mi país, dirigí una obra de Max Frisch titulada Santa Cruz , protagonizada por tres personajes: una mujer y dos hombres. Uno de ellos se ha pasado 17 años viajando; el otro vive en un castillo, con su mujer, dedicado a la lectura, etcétera. Bien, en un momento dado, el primero confiesa que siempre ha soñado con vivir en un castillo, tener una esposa, leer libros, etcétera. El segundo, por su parte, dice que el sueño de su vida ha sido viajar y ver mundo. Pero los seres humanos sólo podemos vivir una vida. Sólo el teatro hace posible que vivamos vidas distintas. Los actores, en escena, viven vidas que no son la suya, y, a través de los actores, los espectadores también las viven". Con Fermí Reixach y Sergi Caballero, un joven actor alumno del Institut, prepara seis tragedias breves de Puskhin (Mozart i Saliere y Don Juan, entre otras), traducidas por Elena Vidal. Pero, antes, en noviembre, estrenará L"amant, de Harold Pinter, en la Sala Muntaner. Dicha obra se representó no hace mucho en Barcelona. "Sí, pero es productivo para el desarrollo teatral. Cuando el teatro es bueno, no existen dos espectáculos iguales basados en una misma obra. Cuando diriges, interpretas un texto escrito. Si una obra es buena, tiene muchas lecturas. Por eso Hamlet sigue vivo a lo largo de los siglos, porque cada época, cada director, la ve de distinta manera. El autor de un texto imagina la obra que escribe; el director de teatro la hace realidad a través de los actores. Y cuanto mejor es una obra de teatro, más realidades distintas genera".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_