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Historia urbana

Quizá sea ignorancia propia, pero creo que los mejores aspectos de Madrid han sido soslayados o ignorados por quienes tienen el deber de estudiarlos, describirlos, inmortalizarlos: los novelistas. Lo que sabemos de los pueblos antiguos, en cuanto a costumbres, vicios y virtudes, a ellos se lo debemos.La verdad es que los novelistas trataban más y mejor los que practicaban el poderoso, el rico, que las miserias, lacerías y desventuras de los pobres. Dejemos a un lado la pesimista novela picaresca y las ruindades de lazarillos y buscones, en los que se ha ahondado hasta la náusea.

En los últimos dos siglos los escritores -a mi torpe entender- se despreocuparon de la forma de vivir de los poderosos, ni siquiera para denostarlos. Culpa de la clase elevada, un tiempo magnánima, que apadrinaba bufones, poetas, pintores y sabios, posiblemente como coartada moral por los beneficios que cosechó la espada y mantuvo el poder.

Quienes más han publicitado nuestra ciudad han sido los retratistas de su infortunio, que lo hubo, no más ni peor que en otras de nuestro mundo. Calaron menos las descripciones de cómo se las arreglaban los poderosos, que no dejaría de ser tema curioso.

El fantástico marqués de Salamanca y su mundo; la jactanciosa fastuosidad del duque de Osuna, apenas rebasa la anécdota y no da la medida de las cortes de Austrias y Borbones, que luego todo lo perdieron, pero que mantenían un nivel derrochador bastante decoroso, sin llegar al artístico y cultural despilfarro de los reyes franceses, sembrando la orilla de los ríos con fabulosos castillos para sus letradas amantes.

Sospecho que, para ahorrar, nuestros ricos abandonaron el mecenazgo y se dedicaron a disfrutar de lo lindo.

Lástima, porque nos hemos perdido relatos que llevar a la playa o leer en las largas noches invernales.Resultado de esa general penuria es el concepto de pobreza que tenemos de nosotros mismos y de lo que nos rodea, lo cual está muy lejos de ser cierto.

Tenemos a mano expresiones perdurables de lo que debió de ser aquella clase, pero los palacios y sitios reales, estupendamente conservados, ofrecen la frialdad de los museos y difícilmente entre sus estancias, defendido el mobiliario por cordones de seda roja, podemos imaginar a una infanta huyendo de la clase de piano, o a un grande de España dándole un pellizco en las nalgas a una apetitosa sirvienta.

Sin embargo, en este Madrid hubo espléndidas mansiones, entre las que no destaca especialmente el palacio de Liria, conservado, rehecho, restaurado. La serie de palacetes que orlaban la Castellana, han dejado el sitio a los modestos rascacielos que hoy vemos. Lo que quizá sobrevive, con cierto espíritu cívico, son los grandes pisos señoriales, que admiro en el paseo cotidiano que doy por los aledaños de aquella amplia avenida.

Fueron -imagino- el refugio de una clase emergente que ya no mantenía cuadras y cocheras, cuando la civilización de los automóviles iniciaba su dominio. Siempre me detengo a contemplar un espléndido edificio, en la calle de Almagro, 38.

Una lápida mantiene viva la memoria de su creador: "Premio del Ayuntamiento de Madrid a la casa más artística y mejor construida. Augusto Martínez Abaria, arquitecto. Sixto Moret, escultor. 1914". El estilo es una adaptación del Renacimiento español del siglo XVI.

Imagino grandes estancias, sala de música, incluso otra con gran mesa de billar para esparcimiento de los varones, parqué de ébano, teca, limoncillos y caoba, espesos visillos y holgados balcones.

Voy a verla desde la acera, para compensar el permanente disgusto que me proporciona la visión obligada de la casa número 18 de la calle de Sagasta, donde un desaprensivo arquitecto -en complicidad con las autoridades municipales, sin duda- ha envilecido toda la calle con un engendro de hierro gris y cristal. En vez de una casa parece un carguero de mineral esperando práctico.

Aquélla es la parte norte de Chamberí, lindando ya con el barrio de Salamanca. Un distrito señorial, donde abundan las embajadas. Enfrente de la preciosa casa vive una infanta, se alza algún inmueble moderno y discreto.

Por ahí debió de circular esa parte de la historia de nuestra capital que no ha encontrado la popularidad literaria que quizá mereciera.

Lástima.

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