Años guapos ARCADI ESPADA
El primer aviso serio fue el del gorila. El tipo lo detuvo una mañana de 1975 en la puerta de la Universidad de Rosario y le dijo que así no podía entrar: -¿Cómo así? -Con esa barba. Se afeita y vuelve. Se afeitó, porque perdía la cátedra. Semanas después iba de parto. Un parto difícil en medio de la noche. Cuando llegó, el niño ya había nacido. Sin su ayuda: lo habían entretenido en la calle unos militares que lo pusieron en cueros, a él y al coche, por si llevaban armas. El doctor Padula salvó la tapicería, pero el coche no. Al final dinamitaron la casa del presidente de la Cámara de Diputados de Santa Fe. Era buen amigo suyo y pediatra de sus gemelas. Entonces decidió irse. "No, yo no tenía ninguna relación con la guerrilla. Yo era, solamente, un hombre progresista, que había militado en el socialismo. Y era el pediatra de los hijos de alguna gente que sí estaba en la guerrilla. De unos lo sabía y de muchos otros no. Eh... a veces también curé a algún herido". Su nombre estaba en demasiadas agendas -el doctor- y le llegaron inequívocos avisos de que iban a darle boleta. Zarpó. En 1976 aún había navegación regular entre Europa y Buenos Aires. Si vino a Barcelona fue por el antecedente de algunos amigos que habían hecho lo mismo poco antes y por cómo sonaba el húmedo nombre de Barcelona entre la progresía argentina. Había pensado también en Argelia, porque el Frente de Liberación Nacional necesitaba pediatras. O más bien recuerda ahora que un día pensó en Argelia. Llegó a la ciudad con una mujer y dos hijos muy pequeños, cinco mil dólares que creyó darían para mucho y dos cartas, una para el doctor Ballabriga y otra para José María Dexeus. Pero no fue con ellas con las que ganó su primer dinero en la ciudad. "Yo había sido músico profesional. Aún lo soy, si me llaman. Tocaba el tango con la guitarra. Una noche, con un compatriota, cantamos tangos en el Cafetín Musiquero y luego vinieron muchas otras noches más". El Cafetín era un lugar estupendo de la calle Santaló, por debajo de la Via Augusta, un sótano hermético y lleno de humo, que sólo cumplía una de las normas exigidas: generar la ilusión a los que tomaban de que podían vivir la vida entera allí. Padula se desprendió rápidamente de esa posibilidad: fue a ver cómo entraba Tarradellas en la plaza de Sant Jaume -Ciutadans de Catalunya!- y se sintió aludido. Aprendió catalán, se entendió bien con la izquierda que gobernaba el colegio de Médicos. -Acarín, Solé Sabarís, aquella Barcelona-, vivió la continuación de aquella primavera camporista (por el suspiro cívico de Hector Cámpora que precedió al envilecimiento) y a los seis meses de su llegada creaba y dirigía el servicio de Pediatría del hospital de Terrassa. También así se explican los exilios. "Llegué en un momento muy especial. Fueron unos años muy guapos. A veces tenía la sensación, en algunas miradas, en la pose de algunos policías de que todavía había miedo, pero a lo mejor sólo era que reverberaba en el mío. Yo tuve mucha ayuda y mucha suerte. Aunque cueste creerlo, en 1976 no había demasiados pediatras dispuestos a irse a trabajar a Terrassa. ¡Y se trataba de un hotel de tres mil plazas! Y yo, antes de que me insinuaran la posibilidad, ya estaba bajando por la boca del túnel de los ferrocarriles de Sarrià". Así empezó a convertirse en un experto en gestión hospitalaria, así llegó a dirigir durante muchos años el hospital de Manresa y así dispone hoy de este balcón luminoso y calmado sobre un parterre de acacias. -¿El exilio, es una ficción? "Para mí ha sido, sobre todo, una escisión". La vida consciente del doctor Padula se parte en dos mitades. Allá quedaron 35 años, la casa de Rosario y su patio, y los padres, que han acabado de morir este año. Y quedó casi su primera mujer, aunque zarpara con él: sólo pudieron atravesar juntos los tres primeros años de exilio. "Es frecuente. Tenemos muchos amigos a los que les pasó lo mismo. Llegaron y rompieron. Nunca se sabe, ni puede saberse. Pero está bastante extendida la circunstancia". Argentina son los asados en la terraza, el tango que suena muy elegante y bajito en el salón y la completa seguridad del doctor Padula de que hoy estaría allí conduciendo un taxi, buscando números de muchas cifras en los arrabales. O en un cabaret, a veces tocando para oídos honrados. Argentina, a la que vuelve por negocios, hecho un señor, es una familia completa que busca basura en la comida de los containers. Suele ver ese tipo de fragmentos realistas cuando sale de los restaurantes. "Cada día que pasa está peor que antes. Cada día, desde que nos marchamos. No ha habido un sólo día que no haya ido a peor. Ahora trabajo con gente de allí para impulsar proyectos hospitalarios. No sé, me gustaría aportar allí algo de lo que aprendí aquí. Yo vivo con más de lo que necesito y me gustaría pagar no sé yo qué deuda". -¿Envejecer aquí, entonces? El yo vacila, sin embargo. El doctor Padula está a punto de pronunciar una frase que es un exilio. Antes va probando con palabras sueltas, esquizofrenia, confusión, fragmentos. Listo. "Yo ya no soy un argentino, pero nunca podré ser un catalán. Envejecer, morir aquí, tal vez. Pero morir sin ser lo uno ni lo otro". La posibilidad de que semejante rareza pudiera despistar a la muerte no acaba de convencer al doctor. Media sonrisa triste lo ayuda a levantarse. Sobre el mueble principal del salón hay fotos en blanco y negro de muchas tangadas remotas. Hay algún músico muerto. Hay un muchacho serio con bigotito, que mira el traste de la guitarra, intentando cuadrarlo, como años después debería sucederle con los balances. Hay una música extendida como un rastro que no viene de ninguna parte. Abajo están las acacias y el verano que se desploma. La belleza esencial de Barcelona le parece ésta al doctor Padula. "El respeto a la diferencia".
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