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Inmigrantes. Crece la marea

Cada año aumenta el número de africanos que intentan entrar en Europa. Su viaje consiste una sucesión de dramáticas apuestas en las que el precio es la propia vida

Enric González

Enric González La primera condición es la valentía. Sin ella, se resignarían a su destino. También deben ser tenaces, para sobreponerse a las dificultades. Necesitan inteligencia e ideas claras. También se requiere orgullo frente a las humillaciones, que pueden quebrar el alma. Y suerte, mucha suerte, para jugarse la vida y ganar. Los 14 hombres que encienden un fuego absurdo en la embarcación que llaman patera, 5,5 metros de manga y 2,5 de eslora, vienen de El Aaiún. Están perdidos en alta mar y mareados. Pero calentarán agua sobre una hoguerita de carbón y cajas de huevos, hervirán el té y desayunarán, quizá por última vez. Los 14 hombres no saben que llegarán, tras todo un día de navegación a ciegas, a Fuerteventura, que dormirán en la playa de Gran Tarajal y que serán detenidos. Tampoco saben aún que 10 de ellos, los mayores de edad, serán devueltos a su país. Emhamed Moulud, de 16 años, ignora que su hermano Badadi, en Madrid desde hace años, averiguará que ha llegado, moverá cielo y tierra y logrará que se quede en España. El jueves 17 de diciembre de 1998, Emhamed sorbe el té dulce y no sabe si sobrevivirá a la travesía. El camerunés Ismail Zoubeirou tiene sólo 15 años cuando todo está a punto de terminar. Ha embarcado como polizón en un barco griego con destino a Algeciras, pero le han descubierto cuando trataba de conseguir comida. Ya le han puesto el chaleco salvavidas para arrojarlo al mar. Cómo va a saber que, tras ese primer signo de compasión, el de prestarle algo para que flote, el capitán será incapaz de condenarle a una muerte lenta entre las olas. Zoubeirou se quedará a bordo como grumete y el capitán le dará 600 francos al llegar a Algeciras, gracias a los cuales podrá ser detenido dos veces y enviado a Ceuta, llegar a Madrid y dormir varias noches en la estación de Atocha, ser detenido otra vez y providencialmente ingresado en la residencia que regentan los frailes mercedarios. Zoubeirou aprenderá castellano y corte y confección gracias a los frailes. El polizón que estuvo a punto de ser asesinado en el barco griego (muchos otros polizones anónimos han muerto así) gana ahora 115.000 pesetas mensuales y vive con otros dos chicos africanos en un piso de alquiler. Es ese chaval sonriente de 19 años que prepara pizzas en un local de La Moraleja y se siente seguro de labrarse un futuro en España. Es difícil llegar. Khalid, de 18 años, un marroquí de Casablanca que prefiere no dar su nombre real, cruzó la frontera oculto en un camión frigorífico que transportaba tomates. Eran 10 tipos muertos de frío y mareados entre cajas de tomates. En Jaén, al borde de la congelación, tuvieron que hacer un boquete en el techo del vehículo y escapar. Khalid caminó durante dos días hasta encontrar un autobús hacia Madrid, durmió varias noches en un parque y fue detenido. Ahora, aún sin papeles, está internado en una residencia de los mercedarios y sigue un curso de cocina. Otros como Khalid no tendrán su paciencia y buscarán el dinero que llaman fácil: el tirón, el trapicheo de papelinas, la prostitución. A veces, llegar es más que difícil. Yoro Balde, Pepe, senegalés de Dabo, de 36 años, hizo en nueve meses más que muchos en toda una vida. En 1991 dejó atrás a su mujer y a sus dos hijos y marchó en busca del sueño europeo. Caminó, se ocultó en camiones y barcos, recorrió Burkina Faso y Nigeria, trabajó como jardinero en Libia, cruzó Argelia, se empleó como albañil en Marruecos y, al fin, el 18 de febrero de 1992, pudo pagar las 150.000 pesetas que le pedían por una plaza en una patera que hacía aguas. Fueron ocho horas de travesía junto a otros 21 valientes, y el último tramo se hizo a nado. Dos se ahogaron. Pepe logró alcanzar unas rocas en el acuartelamiento militar de la isla de las Palomas, en Tarifa. Le detuvieron los soldados, fue entregado a la Guardia Civil y pasó 40 días internado en un centro de acogida, tras lo cual le concedieron un permiso de estancia de 30 días para que intentara regularizar su situación. Cruz Roja le pagó un billete hasta Barcelona, donde tenía familiares y donde se inició en la venta ambulante. Ahora posee un permiso de trabajo por tres años y ha vuelto a Algeciras, donde este verano gana como vendedor hasta 25.000 pesetas diarias: es un tipo popular. Puede mantener a su familia en Senegal, pero hay más: en este domingo de agosto acaba de reunirse con su hijo menor, que tenía seis años en 1991, la última vez que se vieron, y ha conseguido permiso para viajar a España. Malouk Armand, camerunés, de 24 años, es otro superviviente contra pronóstico. Hizo un viaje extraordinario "de hambre, dolor y sufrimiento" que, desde Camerún, le llevó a cruzar Chad, Nigeria, Níger, Argelia y Marruecos, a conocer por dentro las cárceles marroquíes de Nador, Ushda y Aahfir, a regresar como expulsado a Argelia, a trabajar allí durante un mes para reunir de nuevo algo de dinero y, por fin, a Ceuta. Rozaba ya con los dedos el sueño europeo cuando cayó enfermo. "Los médicos de Ceuta me dijeron que tenía bolsas de agua alrededor del corazón", recuerda. Le enviaron a Cádiz, fue operado y tardó mes y medio en dejar el hospital. A su salida fue recogido por la asociación Tartessos, dirigida por el sacerdote Gabriel Delgado, que le consiguió permisos de residencia y trabajo. Sigue medicándose mientras busca empleo y afirma que "merece la pena sufrir dos años con tal de llegar aquí". Su amigo Abdelaziz Eddahabi, marroquí, de 23 años, otro recogido por Tartessos, también ha pagado su cuota de sufrimiento: tras varios intentos sin éxito, logró cruzar la frontera a bordo de un camión que hacía la ruta Tánger-Algeciras. Abdelaziz pasó 16 horas con el cuerpo encogido, encerrado en el compartimento de la rueda de recambio. Dice que es feliz porque tiene un empleo y puede enviar dinero a su familia en Marruecos. Henry Amen, nigeriano, de 27 años, cree que para ganar el sueño europeo hay que jugar una especie de partida de ajedrez. "Tienes que estar siempre calculando, planeando cómo se puede entrar. Todos los días", explica, "tienes que pensar: ¿estoy cansado o no?, ¿tendré fuerzas para continuar?, ¿tendré suerte? Y luego, lo peor: decidir". Henry, que había empezado a estudiar Farmacia en su país, jugó la partida con tenacidad y astucia. Partió hacia el norte con otras 20 personas, pero sólo él logró llegar. No se perdió en el Sáhara, en una caminata de 50 kilómetros, y alcanzó Melilla. Allí le puso en jaque la policía marroquí: fue detenido y pasó dos semanas en un calabozo. Un pan al día y el hacinamiento de 50 personas en una misma celda. "Me pongo enfermo al recordarlo", dice. Los marroquíes le expulsaron a Argelia. Otros se rindieron ahí, pero él trabajó tres meses como guardián de una casa argelina y volvió a intentarlo. Fue una jugada crucial. Estudió los momentos en que los policías marroquíes rezaban y aprovechó uno de ellos. El 12 de mayo de 1998 cruzó la alambrada de Melilla vestido con dos capas de ropa, una de las cuales quedó hecha trizas entre los espinos metálicos. Ahora vive en Torremolinos con su novia y trabaja en la construcción. "Una vez dentro tienes que buscar tu camino y puedes verte jodido, pero yo tuve suerte", asegura. Necesita más suerte, porque su partida de ajedrez aún no ha terminado. Su documentación era válida hasta el pasado junio, y para renovarla necesita un contrato de seis meses, haber cotizado siete a la Seguridad Social y carecer de antecedentes penales. Él, sin embargo, pasó 20 días en la prisión de Alhaurín de la Torre por una pelea. Henry Amen no se rendirá: "Si me expulsan, España gastará dinero y me hará daño. Pero que sepan que en dos semanas vuelvo a estar aquí". La lucha por el sueño europeo es, a veces, interminable. Para Cheik Mbacke Diop, ex estudiante de Derecho en Senegal, el comienzo fue fácil: "Vine con sólo 17 años, en avión, con un visado turístico". Tras nueve años de estancia, cinco de ellos con permiso de trabajo y residencia (desde la regularización de 1991 hasta 1996), se encuentra ahora en situación irregular. "Trabajaba de mozo en un supermercado de Madrid, pero sufrí un accidente de tráfico y, como las lesiones me impedían rendir como antes, perdí el empleo y en 1996 no pude renovar los papeles", explica. "A finales de 1997 me hicieron una oferta de trabajo y solicité el permiso, pero ya en 1998 me lo denegaron porque, según dijeron, tenía pendiente una orden de expulsión". La orden de deportación proviene de una trifulca con dos guardias municipales. "Estaba en la calle, ellos me llamaron pero no les oí porque estaba hablando por un móvil, y empezaron a llamarme chulo y a golpearme. Lo único que hice fue defenderme, pero me denunciaron por atentado a la autoridad". El juez le absolvió del delito, pero la orden de deportación sigue su curso y le impide renovar su permiso de residencia. En estos momentos es uno más entre cientos de personas sin papeles y, como vendedor ambulante, recorre las fiestas españolas: los sanfermines, La Blanca de Vitoria... De vez en cuando se emplea como fotógrafo. Le gusta España, donde, en su opinión, hay más clasismo que racismo. Lo mismo piensan Latiff, de 22 años, y Naim, de 25, dos jóvenes marroquíes que llegaron a Barcelona para "prosperar en la vida". Él, Latiff, viajó como polizón, ha trabajado como peón y vendedor ambulante y aún no tiene papeles. Ella, Naim, se dedica al servicio doméstico y cobra 40.000 pesetas al mes, más cama y comida. Ya tiene la documentación en regla. Pero el sueño europeo no es lo que esperaban. Dicen que Europa es para ellos, por el momento, "un sueño negro".

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