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La carrera

Cuando empieza a hacerse de noche, desde los distintos puntos de la urbanización van apareciendo hombres y mujeres, jóvenes y adultos, que corren en todas las direcciones. No es una carrera frenética ni atemorizada, sino una marcha resuelta y cadenciosa, como inspirada en alguna firme convicción moral. Media hora después, las aceras, los paseos, los cruces, se encuentran poblados de trescientos o cuatrocientos corredores sudorosos que, sin embargo, persisten hasta el momento de la cena en una u otra dirección, atados a sus pensamientos y ausentes de la mirada exterior.Esta grey de corricolaris contemporáneos era desconocida en nuestro país, pero los noventa han propagado su número en cualquier pueblo y estación. Tanto se ha ensanchando, que su concurrencia forma actualmente parte de la escena urbana, y determinan significativamente el paisaje de los paseos marítimos, las alamedas y los jardines. En nuestra juventud, hace treinta años, tal espectáculo, no obstante, habría provocado un enorme estupor. Ver a un señor o una señora corriendo en público habría sido la segura señal de que era perseguido por la Guardia Civil, por el personal de un frenopático o por las llamas de una conflagración. De ninguna manera, correr proporcionaba distinción sino que constituía un signo inconfundible de necesidad, indigencia o ignominia. Los únicos que tenían autorización para correr eran los niños y no todos, ni siempre, ni a cualquier edad. Correr era en sí muestra de menesterosidad, cosa de gente pobre o maleducada. Pero hoy, correr se ha convertido en insignia de modernidad y de una formación bien orientada. No sólo la agitación que revela la carrera ha cambiado de interpretación sino que le ha abandonado su inexorable condición pecaminosa para aspirar a una sudoración ejemplar. De esa manera, los que corren provocan desazón en los espectadores que están sentados, mientras los espectadores más pasivos apuntalan, sobre el camino, la fuerza espiritual de los corredores.

Hasta cierto punto, estos ejemplares que surgen al atardecer vienen a ser una estirpe de adelantados, cumpliendo los oficios de la edad moderna, mientras su paso rítmico hace las veces de una ambulante oración vespertina donde van incluyéndose, sin pretenderlo, la totalidad de los pobladores de por aquí, en Santa Pola del Este, o por ahí, en cualquier playa.

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