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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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El ladrón

Él llegó con los juegos preliminares. Se anunció con ruidos: una silla al caer, un objeto que cambiaba de lugar, sus pasos inseguros.-Entró alguien.

-Será un ladrón. Pero esas palabras sonaron al tiempo de las caricias y los primeros entusiasmos, sin más sentido que las que nos susurrábamos a media voz por el solo placer de pronunciarlas. Y seguimos con lo nuestro. No íbamos a separarnos sólo por unos pasos que, cada vez más nítidos, avanzaban hacia el dormitorio. La intensidad de su mirada resbaló sobre nuestros cuerpos. Teníamos la luz encendida. Sus pasos se detuvieron muy cerca, al pie de la cama. Uno de los dos decidió ignorarlo y el otro se hizo cómplice (nunca logramos una complicidad tan compacta como en esas situaciones). Sin decirnos nada, estábamos de acuerdo en no interrumpir aquello que estábamos descubriendo, con la seguridad de que no se repetiría con las mismas características de ese momento. Los cuerpos que se aman nunca son los mismos, tienen múltiples mutaciones.

-¿Dónde están las llaves de la caja fuerte? Ninguno de los dos le contestó

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-Te dije que me des las llaves de la caja fuerte, ¿no me oís

-era un tono irritante el suyo. Nos separamos pausadamente, pero no sé si las manos, o quizás los muslos, seguían anudados. ¿Cómo podía hacernos una pregunta tan banal en ese momento? El hombre miraba con insistencia. Ni se nos ocurrió cubrirnos. Uno de nosotros sacó las llaves y se las entregó:

-Es ésta -le dijo diferenciándola de las otras.

-Hay que tirar un poco hacia afuera, antes de girar -le advertí para que el ladrón no perdiera tiempo con la cerradura, es algo caprichosa. Hubo un gesto de uno de los dos llamando al otro y una respuesta instantánea.

-¿Dónde está la caja fuerte? -preguntó.

-En la tercera puerta del armario, al fondo. Detrás de los abrigos

-le contestamos distraídamente. No íbamos a permitirle que sus inoportunas preguntas modificaran nuestro tono. Ya nos acercábamos a un punto interesante cuando el ladrón insistió:

-¿Hay algo de valor guardado en otro lugar?

-esta vez saltamos bruscamente, el hombre exageraba su impertinencia.

- Vamos, no me hagan perder tiempo.

-Ahí, en esa puerta, detrás del espejo.

-Tomá la llave. Lo demás está todo abierto, llevate lo que quieras, pero, por favor, no nos interrumpas más con tus preguntas. Por un largo tiempo no habló y nos fue posible retornar a esa región clara de nuestra vida. No sé qué habrá hecho hasta que lo escuchamos gritar, supongo que robar. Apenas un estremecimiento produjo su grito en no sé cuál de nosotros, estábamos demasiado confundidos como para distinguirnos, pero la curiosidad por su reacción no logró imponerse: ni siquiera lo miramos. Nos gustó esta insólita y desesperada plegaria o reclamo que elevaba quién sabe a quién, era el sonido perfecto para acompañarnos.

Recién lo miré cuando se puso a llorar. Era joven, tenía un aire lánguido, discordante con su mirada excesiva.

-¿Qué te pasa? -le preguntó uno de nosotros, conmovido por su llanto.

No te pongas así -intentó consolarlo el otro. El ladrón lloraba un odio turbio que chocaba contra nuestra piel.

-¿No encontraste lo que querías? -¿Podemos ayudarte? Vi joyas y dinero sobre la alfombra. Me sorprendieron algunos objetos hasta que recordé que mamá había tenido la brillante idea de pedirme que le guardara en casa su alhajero mientras estuviera de viaje.

-Tenés todas las alhajas, hasta las de mamá y las de abuela

-Y dinero. Mucho. Tuviste suerte. Mañana íbamos a depositarlo -lo animábamos-. Nunca guardamos en casa esa cantidad de dinero. Su llanto iba del rencor a la congoja, saltaba de un tono mayor a un tono menor, se hacía más trémulo, más desesperado. No sé cuál de los dos, creo que yo, tomó la iniciativa de acercarse al ladrón y el otro lo siguió. Él estaba sentado sobre la alfombra, al pie de la cama. Le acariciamos con ternura la cabeza, que él apoyó con docilidad sobre la cama. Pero ni nuestro interés ni nuestras caricias pudieron detener su llanto.

-¿Qué no encontraste que te aflige tanto?

-¿Querés el equipo de música? No es muy grande y suena genial. No necesitábamos consultarnos, sabíamos que estábamos dispuestos a entregarle lo que fuere para consolarlo.

-Llévate lo que quieras, en serio, no hay problema. En lugar de consolarlo, nuestros ofrecimientos parecían exasperarlo.

-¿Qué no pudiste robar? Si está todo abierto...

-A ustedes. -¿A nosotros? ¿Querías raptarnos?

-¿Robarnos a nosotros? -repetíamos festejando la broma. Nunca se nos había ocurrido que alguien quisiera raptarnos. Al ladrón también le pareció divertida su propia idea porque pronto su risa se mezcló a la nuestra. Y seguimos riéndonos y riéndonos hasta que mi mano, o la suya, ya no recuerdo, volvió a establecer el contacto.

Casi sin percibirlo (quizás cuando nos reímos los tres juntos) nuestras manos habían abandonado la cabeza del ladrón para buscarse, ávidas, entre sí. Y supimos que sí, que otra vez eso iba a estallar, al lado del hombre que iba pasando de la risa al llanto con nuestro abrazo.

-A ustedes, sí. ¿Cómo puedo llevarme eso? Entonces empezó a decir palabras sobre nuestros cuerpos, que sonaban extravagantes en esa situación, sobre todo si teníamos en cuenta que era un hombre desconocido que había entrado a nuestro dormitorio para robar. Le habíamos facilitado todo: las llaves, la ubicación de los objetos de valor, y él, muy duramente, nos echaba en cara nuestro amor, como si lo nuestro fuera un pecado mortal. Pecado inmortal se llamaría el nuestro, exageró uno de nosotros, contagiando a las palabras el tono de los cuerpos.

Podríamos habernos indignado ante su actitud, sin embargo, cada palabra, cada frase, cada susurro, cada gemido del ladrón era una nueva zona de la piel que cobraba vigor. Sus palabras, en armonía total con nuestros gestos, se hacían más y más exaltadas. No nos lo confesamos, pero tengo la certeza de que a los dos nos complacía azuzarlo con nuestras caricias, con nuestros movimientos, para que siguiera hablando y llorando y gimiendo. Uno de nosotros apagó la luz. La penumbra se enardecía con su voz. Recorríamos los senderos laberínticos que su llanto inventaba en nuestros cuerpos. Sus palabras tenían el poder de adivinar en la oscuridad hasta las más diminutas tretas del amor. Ejecutábamos cada movimiento como si fuera definitivo. Corríamos hasta el límite de nosotros mismos, donde nos diluíamos y nos completábamos. El hombre dio un grito agudo que se abrió en ondas hasta el infinito, como nosotros. Agotados, nos fuimos perdiendo en el sueño, al compás de su llanto. A la mañana me acordé del ladrón cuando pisé la gargantilla de diamantes de mi abuela, y después los anillos, y todo el dinero diseminado sobre la alfombra. Recorrí toda la casa y no encontré nada inusual. El ladrón se fue mientras dormíamos sin llevarse absolutamente nada. ¡Hay ladrones tan raros! Nosotros, que somos tan simples, no podemos entenderlo, pero lo cierto es que no le guardamos ningún rencor. Es más, como un homenaje a él, a su extraño acompañamiento, ahora por las noches no cerramos más la puerta de calle.

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