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Tribuna
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Etiqueta negra

En líneas generales, mis relaciones con los porteros de cines, clubes, discotecas, disco-pubs, antros y garitos nunca fueron excesivamente cordiales. La hostilidad viene de lejos, de cuando a mis amigos y a mí nos pedían el carné de identidad en los umbrales del cine, o del baile del domingo, y nos hacían quedar fatal delante de las chicas a las que tratábamos de impresionar con nuestros impostados gestos de adultos. El paso a la edad madura no lo certificaban los exámenes de preuniversitario, aunque en una época se llamaban pruebas de madurez, ni que nuestros padres nos dejaran fumar en casa el primer cigarrillo. La certificación decisiva la expedía el portero de turno. Nada comparable al placer de plantar ante las narices del cancerbero el DNI recién estrenado que, muchas veces, dando muestras de un experimentado olfato, dejaban de pedirnos los sabuesos cuando intuían que ya lo teníamos. Tal vez se notaba en la despreocupación, en la mal disimulada euforia con la que ese día nos acercábamos a su garita, sin nervios, sin sacar pecho ni ahuecar la voz.Cumplido el trámite de la edad, los guardianes aún poseían recursos suficientes para aguarnos la fiesta, alguien se había olvidado la corbata en casa, llevaba un atuendo inconveniente o tenía el pelo demasiado largo. La incongruencia de todo aquel protocolo se demostraba en detalles como que no dejaran entrar a los melenudos en los conciertos de otros melenudos, circunstancia que en más de una ocasión dejaba la sala medio vacía, para escarmiento de los avispados empresarios, y alimentaba su desconfianza en la estridente música ye-yé, sus artistas y sus aficionados.

Los porteros de entonces no eran jóvenes reclutas de gimnasio, sino maduros y cachazudos ex boxeadores o ex guardias, profesionales que, pese a los golpes recibidos en el ring o en la calle, solían demostrar más luces que sus herederos en el oficio, y casi nunca tenían que llegar a las manos para poner orden en el rebaño adolescente sin demostraciones de artes marciales ni poses de mafioso de telefilme de saldo. En defensa de estos últimos habría que decir que el incongruente y obsoleto protocolo de antaño no ha desaparecido, sino que se ha complicado hasta el absurdo. Aunque el asunto del paro ofrece alternativas insólitas, debe de ser difícil encontrar personal cualificado para esta delicadísima tarea, que a veces hay que ejercer a puñetazos. El arquetipo ideal sería un psicólogo licenciado en artes marciales y con conocimientos de antropología e incluso de antropometría, que pudiera verificar al primer golpe de vista las características étnicas de los candidatos y su pertenencia a una u otra tribu de las que pueblan el orbe, por el tamaño de su cráneo o la medición de su arco superciliar. Un tipo como el portero de ese café madrileño cercano a la plaza de Santa Ana que, según una carta publicada hace unos días en estas páginas, prohibió el acceso al local a un presunto cliente por tener aspecto peruano. Tal vez los propietarios del establecimiento, rencorosos hidalgos, descendientes bastardos o putativos de heroicos conquistadores, habían advertido a su empleado: "Aquí, nada de incas". Lo Cortés no quita lo Pizarro. Claro que también pudo tratarse de un exquisito e incomprendido ejercicio de equilibrio de masas, un experimento de dinámica social dirigido por el portero psico-antropólogo, encargado de compensar los ingredientes de la mezcla racial, cultural, sexual y moral de la clientela para que todos se sientan a gusto y se dejen una pasta en la barra. Todo un reto para un profesional cualificado, obligado a discernir entre las diferentes tribus y a mascullar argumentos como "Lo siento, pero esta noche hemos agotado el cupo de drag-queens", "Tenemos un superávit de intelectuales, por lo que le rogamos que vuelva usted mañana", o "Esta noche sólo aceptamos cabezas rapadas, banqueros catalanes y diseñadores vascos". A veces pienso que habría que denunciar y dar publicidad a los locales nocturnos que discriminan, cuando no humillan o golpean, a la clientela; elaborar una lista negra, diseñar una etiqueta negra que al menos los identifique con una señal de peligro en prevención de incidentes y equivocaciones. Por ejemplo, yo detestaría que el portero me dejara entrar en uno de ellos tomándome por uno de los amigos del dueño. Si no me atrevo a llevar adelante la iniciativa es para no hacerles propaganda, porque sospecho que abundan en las noches de la urbe los cretinos deseosos de pasar por semejantes horcas caudinas para demostrarse que al menos aparentan ser algo o que se parecen a alguien, lo que certifica que existen.

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