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Velázquez, en su sala

LUIS CARANDELLEmpecé a ir al Museo del Prado a finales de los años cuarenta, cuando era estudiante en Madrid. Iba muchos días, entre clase y clase, para ver otra vez el Bosco, otra vez Goya, otra vez el retrato que Andrea del Sarto le hizo a su mujer, Lucrecia di Baccio del Fede, o bien, otra vez el cuadro que don Eugenio D"Ors consideraba una de la joyas del museo, El tránsito de la Virgen, de Mantegna. Para mí, sin embargo, ir a ver éstas y otras obras no era ir al Prado si no entraba en las salas de Velázquez. Porque, se ha dicho muchas veces, no hay Prado sin Velázquez ni Velázquez sin Prado. Si no fuera por las cincuenta obras de don Diego que el museo contiene, casi la mitad de lo que él pintó y entre las que se encuentra la mayoría de sus obras capitales, el Prado sería otra cosa, una magnífica pinacoteca en todo caso, pero otra cosa. Y, si no fuera por los velázquez del Prado, tampoco Velázquez sería Velázquez. Durante los años en que yo acudí asiduamente al museo nunca me encontré con que el director hubiese decidido de pronto cambiar un cuadro de sitio. Si tenía deseos de ver una determinada obra de un determinado pintor, sabía dónde tenía que ir sin necesidad de preguntarle al ujier dónde estaba. Por lo que se refiere a Velázquez, sus grandes cuadros, y hasta los menos grandes, estaban en la Sala XII y adyacentes. La gran sala basilical estaba presidida por Las lanzas. Y Las meninas se encontraba en una pequeña sala lateral, iluminado por la luz que entraba por una ventana. Había un espejo en el que podía apreciarse, decían, la profundidad del cuadro. Era un poco efectista, y suprimirlo no ha significado ninguna gran pérdida. Pero colocar la obra en una sala aparte resaltaba su carácter intimista. En años recientes, los asiduos del Prado hemos sido sometidos a una especie de prueba de fidelidad. Cada vez que iba uno, se encontraba con que las obras estaban en sitios diferentes. Había que estar preguntando siempre por la ubicación de las que uno quería volver a contemplar. Los grandes pintores jugaban con uno al escondite. El Bosco estaba en un lugar distinto al que había ocupado siempre. Goya se había ido de su sitio. Rubens, ¿dónde estaría? ¿Y los italianos? La escuela española del XVII, Velázquez incluido, parecía una exposición temporal de obras que permanentemente están en el museo. De ahí que yo y otros como yo, supongo, celebremos mucho que se hayan fijado definitivamente los cuadros de Velázquez en las salas donde los habíamos visto siempre, aunque se han introducido modificaciones en su colocación. Me pregunto si tendrían que estar en la sala grande, en la XII, la monja Jerónima de la Fuente y la Adoración de los Reyes Magos, obras de la primera época de Velázquez, pintadas en Sevilla. Y a mí me gustaba más que fuera La rendición de Breda y no Las meninas el cuadro que presidiera la Sala XII. Así era en otro tiempo. La familia de FelipeIV queda un poco perdido en el centro de la pared del fondo de la sala, mientras que Las lanzas, colocado ahora en una sala lateral de dimensiones más reducidas, no se puede ver ya con la distancia y perspectiva con que antes se veía. Me ha gustado, en cambio, que se haya arropado a Velázquez, en la galería central y en salas adyacentes, con los pintores españoles de su época -Ribera, Zurbarán, Alonso Cano, Murillo-, así como con Rubens, que tanto le enseñó. Significa que el museo ha optado por hacer aún más evidente la idea de que Velázquez ocupa el lugar central del sistema solar del Prado. No siempre fue así. Hubo que esperar hasta mediados del siglo XIX para que los pintores y los amantes del arte descubrieran a Velázquez. Los escritores franceses Próspero Merimée y Teófilo Gautier, viajeros por España, o el inglés Richard Ford difundieron su nombre por Europa. Los pintores impresionistas convirtieron las salas de Velázquez del Prado en santuario de peregrinación. A través de Velázquez se dieron a conocer los demás tesoros del museo. La España de hoy debe mucho al pintor sevillano; Madrid, todavía más, mucho más de lo que sugiere esa ridícula estatuilla que el Ayuntamiento le dedicó en la calle que lleva su nombre. Para conocimiento de los munícipes, transcribiré algunos de los muchos elogios que los pintores dedicaron a Velázquez. Hablando del cuadro del bufón Pablo de Valladolid, dijo Edouard Manet: "Es el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás". Renoir escribió después de haber visitado el Prado: "Cuando has visto a Velázquez pierdes todo deseo de pintar. Comprendes que ya está todo dicho".

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