Sin Claudio
Cuando la muerte de Claudio Rodríguez llegó a la isla tenía un sonido amenazante, frío, como las olas nocturnas, y los amigos que alguna vez lo habíamos tratado sentimos extrañeza, nostalgia; sentimos ese vértigo de quienes ven cómo sus vidas se van llenando de señas inútiles y teléfonos tachados. ¿Cómo será Madrid cuando regresemos? ¿Cómo será ese Madrid para siempre sin Claudio? Las ciudades son algo físico, pero también mental, tienen un censo técnico y otro sentimental, en el que también cuentan las ausencias, que está formado equitativamente por los vivos y por los muertos, por lo que dura y por lo que desaparece, de esa forma en que el silencio es una parte de las conversaciones o, de alguna manera, las palabras borradas también son una parte del poema. Para mí, por encima de casi todo, Barcelona es, por ejemplo, la ciudad donde ya no voy a ver a Jaime Gil de Biedma; México DF es un lugar inmenso en donde uno ya no puede telefonear a Octavio Paz, ir a su casa, hablar de Robert Lowell y Auden, llevarle a él y a su mujer las cajas de dulces que tanto les gustaban. Y hay otras muchas ciudades con agujeros privados, anónimos, gente desconocida para ustedes, irremplazables para mí. Cada cosa que acaba es un fragmento del infinito. Claudio se había ido, hace mucho, de la calle Lagasca, pero para mí ése es el sitio donde yo lo recordaba y donde lo recordaré siempre, cuando pase por ese portal del edificio donde vivió y me parezca una casa vacía o al margen de la realidad, alzada sobre otro tiempo y, en consecuencia, aún llena de sus cosas, sus libros, sus muebles -¿quién vivirá ahora en ese piso, qué clase de personas; cómo serán ellos, sus objetos, sus ademanes, su forma de hablar?-, lo mismo que al pasar por la calle Princesa, al entrar en los vips o rodear la fuente veo siempre a Rafael Alberti, veo su apartamento del piso 17, lo veo a él como lo vi diez años, saliendo de su apartamento, con una cazadora vaquera de dos colores, oscilando un poco hacia la izquierda al andar; lo veo aunque no esté, aunque se fuese primero a otra casa de la calle Juan Gris, aunque lleve años en Cádiz, retirado, subsista muy lejos de todo lo que pasó, acariciando a los perros que comen las sobras de su vida. Los recuerdos son duros, son la descripción de algo que has perdido.
Hay un millón de modos de mirar una ciudad y otro millón de modos de recordarla. En mi caso, los sitios y las calles preferidas suelen tener que ver con un escritor admirado de ahora o de antes.
¿Qué es lo que buscas cuando buscas todo eso? Algo que aprender, algo que recordar. Quién sabe, también hay un millón de modos de querer rellenar el vacío.
Claudio Rodríguez ha muerto. También han ocurrido otras cosas, algunas extraordinarias y otras terribles -siete ciudadanos marroquíes naufragan en Fuerteventura, 300 muertos en China por las lluvias torrenciales-, pero ésa, el fin de un gran poeta, parece ocuparlo todo. Claudio era una persona, hoy en día, escasa; era discreto, poco dado a hablar de sí mismo, igual que si le avergonzase su talento o no terminara de confiar en las alabanzas unánimes que con los años fue acumulando su obra. Además, era un animal en vías de extinción: el hombre urbano pero a pequeña escala, el vecino de barrio que se movía mucho pero en muy poco terreno, que disfrutaba conversando con los dependientes, los camareros, con el muchacho del quiosco de periódicos y la mujer de la tienda de ultramarinos. Claudio era uno de esos seres que saben cómo vencer al cemento y a la soledad que forman las grandes ciudades; tenía la fórmula capaz de devolverle a la ciudad su dimensión humana, de detener su prisa y su malhumor, transformarla de nuevo en un lugar donde detenerse, donde perder el tiempo, donde sentirse acompañado. ¿Qué le habrá pasado, entonces, a Madrid? ¿Cómo la encontraremos a nuestro regreso? Para algunos, será nada más que ella misma; para otros, habrá perdido algo, no estará completa, tendrá un espacio en blanco, irremplazable, porque la muerte de un poeta como Claudio Rodríguez no se acaba nunca, no deja de latir, sigue ahí para siempre.
Cuando pasan los años, ocurre algo raro con las ciudades: cada vez hay más gente y cada vez están más vacías.
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