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Un oficio del siglo

No hace mucho, en este mismo diario, el a veces inspirado Félix de Azúa dibujaba el perfil del periodista mítico con el que soñaban los estudiantes del ramo en la facultad. "Era éste", escribía, "un individuo de mediana edad, barba de dos días, un cigarro bailando en la comisura de la boca y la botella de whisky mediada en un cajón de la mesa de redacción". El profesor de estética entonaba un llanto por la desaparición de esa figura, enterrada bajo el peso de la nueva realidad: la de la información oficial (de los partidos, de la policía o de los juzgados), servida por los ríos de las agencias estatales e indistinguida en el ancho mar de los llamados gabinetes de prensa. La evocación puede ser oportuna ahora que nos encontramos en los albores de un nuevo periodismo, pero no hay duda de que tiene mucho de literaria: un aire a Hammett o a Chandler la recorre -incluso a Billy Wilder, en el otro campo-. Ese modelo existió, que duda cabe, aunque sea en el cine o la novela: formaba parte de la otra América, anterior a McCarthy y a su siniestro comité, y tiene que ver con las contradicciones del New Deal y los aires de libertad linotípica previos a la paranoia anticomunista. El año pasado, una editorial barcelonesa tuvo la idea de recuperar, bajo el título de L"ou de la serp, los artículos enviados por Eugeni Xammar para La veu de Catalunya y La Publicitat desde la Alemania de Weimar. Xammar aparece en portada saliendo de la Cancillería en Berlín, con pajarita, gabardina y asiendo su sombrero con las dos manos. La expresión preocupada de su rostro lo dice todo: es la de un tipo que no pierde la elegancia ni siquiera tras dar cuenta de cierta clase de realidad amenazante. Es la mirada de alguien que ha visto y ha comprendido, pero ahora tiene que hacer su humilde artículo. La fotografía es de 1934, diez años después de concluir sus crónicas en la Alemania de la postguerra. Entre 1922 y 1924, mientras recorre la precaria república, Xammar tiene la ocasión de entrevistar a un tipo pintoresco de entre todos los tipos pintorescos que pululan en la circunstancia: un tal Adolf Hitler. A los ojos de este caballero de la noticia, el agitador austríaco se presenta como "un idiota monumental, magnífico y destinado a hacer una carrera brillantísima". Su obsesión antijudía le resulta más estrambótica que el protagonismo que el extremista adquiere, en un sólo día, gracias al putch de Múnich. En definitiva, un caso colosal de aterradora mediocridad. Hitler es un aprendiz de dictador, pero puede estar tranquilo si fracasa: "Es hombre de oficio. Antes de ser personaje era pintor de brocha gorda". ¿Quién podía imaginarse que este hombrecillo, veinte años más tarde, sería el responsable de la muerte de millones de personas? Se le podría reprochar a Xammar que adoptara esa actitud de inglés de Cataluña, más atento a las oscilaciones del valor de la moneda que a la posibilidad de que se esté gestando, en esa Alemania humillada y simbólicamente deficitaria, una providencia criminal inaudita y demoníaca. Pero tampoco los corresponsales mal afeitados y con un cigarrillo en la comisura (de los labios o del cerebro) acertaron con eso. Aún no. Xammar es el segundo modelo de periodista mítico que serviría para teorizar en la facultad: un tipo que huele más a Greene o a Simenon y se afeita cada día; un hombre a quien probablemente tampoco le disgusta darle al frasco, pero nunca se lo notarías. Quizá fumaba en pipa y sin duda prefiere la pajarita a la corbata. Es el periodista europeo de entreguerras, como su gran amigo Josep Pla, quien comparte con él parte del periplo alemán y luego, en correspondencia, le pide que le acompañe a la URSS. Josep Pla se va a Moscú con el cadáver de Lenin aún caliente y con una disposición ciertamente revolucionaria: no pretende demostrar nada. Estamos en 1925. La nueva Rusia acaba de abrirse a los periodistas de a pie y el de Palafrugell, con su conocido estilo de letra pequeña, limpio pero cortante, cuenta lo que ve, y La Publicitat lo publica. Luego todo se recoge en un libro que súbitamente agota cinco ediciones y cinco mil ejemplares. El volumen será recuperado en 1967 para el quinto tomo de sus Obras Completas y la editorial Destino lo reeditará, con una oportunidad acuciante y estricta, en 1990, en pleno crepúsculo de la perestroika. Por esa época Pilar Bonet, la corresponsal de EL PAÍS en la URSS, le regalaría a Gorbachov su propio ejemplar de la edición de 1925, tras la extrema satisfacción de una legendaria entrevista. Son profesionales de otro tiempo, de otro siglo. No es seguro que quisieran salvar al mundo, pero sin duda estaban dispuestos a dejarse la piel en el zafarrancho de comprenderlo (que es la única vía deontológica para cambiarlo). Ahora el periodismo atraviesa una transición tecnológica y moral, y quizá por eso se ha convertido, a gran escala, en un oficio de caimanes o de pequeños saurios que dan el pego. Vale el cerebro, pero lo que cuenta es el grosor de la piel. Mientras tanto, en fotografías viejas y amarillentas y detrás de cuartillas arrugadas escritas a máquina, hay tipos que aún nos hablan de la realidad y de su parte en ella. Son figuras en blanco y negro en las que, mucho más abajo del rostro, se presiente el gollete de una botella en el bolsillo inferior de la gabardina, o bien la protuberancia de un peine en el interior. Tienen los ojos vidriosos o usan prismáticos, pero no persiguen demostrar nada. Desde aquella sencilla humildad tipográfica, ellos nos enseñaron a entender su mundo.

Joan Garí es escritor.

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