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Dios

LUIS GARCÍA MONTERO Cuando los barcos españoles anclaron su voluntad de conquista y aventura en las costas de América, los indios vieron por primera vez la cara viva de la divinidad. Seres extraños y poderosos, vestidos con las galas de la última tecnología, dueños de artefactos capaces de provocar el fuego de la muerte, bajaron a las arenas, a las selvas y a los ríos para establecer los dominios de su religión. La desigualdad científica era tanta que las distancias naturales tendieron a identificarse con lo sobrenatural, y los campamentos de los guerreros todopoderosos disfrutaron de un útil prestigio de ámbito sagrado, de lugar ante el que conviene arrodillarse con disciplina, humildad y arrepentimiento. Dios es todo aquello que ordena, manda y mata al otro lado de las fronteras reales, más allá de nuestra inteligencia y de nuestro poder. Al margen de supersticiones, teologías y caprichos personales, la encarnación de Dios en la Historia suele producirse gracias a la sabiduría tecnológica. Cuando la ciencia no se comparte, la tribu más adelantada pasa a denominarse pueblo elegido, disfruta de un ojo abierto en las nubes, controla el fuego, convierte el vino en sangre y ordena los movimientos de las aguas del mar, que se abren y se cierran con la elegancia del abanico de una reina, de una favorita (ahora se llaman becarias) o de una secretaria de Estado. Como paso mi verano en un hermosísimo pinar de Rota, junto a la base norteamericana de utilización conjunta, veo con mucha frecuencia la cara de Dios. Después de los sublimes bombardeos de Irak y de Serbia, los aviones de caza surcan el viento como una catedral gótica, como un templo mormón o como una iglesia evangelista. Da igual su fe, porque en esto de la tolerancia religiosa hemos avanzado mucho y sólo nos falta añadir a nuestras escuadras, vía esplendor de jeque saudí, el aire de una mezquita. En sus extremos, la Nada y el Todo son la mejor alianza del misterio, la ley del infinito. Los viajeros románticos vieron en los abismos naturales la metáfora de la Nada, la imposibilidad del ser humano para controlar el mundo. Los turistas de hoy, partícipes del nuevo Todo religioso, de la infinita prepotencia científica, pueden ver en los aviones de guerra el símbolo de la quietud, el imposible deseo de la fraternidad y los repartos. No importa que tres avaros modernos posean más riquezas que todos los países del tercer mundo, no importa que la desigualdad y la miseria sean mayores cada día, porque un avión abre sus ojos en el cielo, y fuera de peligro, sin que el fuego enemigo pueda alcanzarle, observa lo que ocurre en las casas, en los coches, bajo los puentes, en las embajadas y en las redacciones de los medios de comunicación. Cada vez que el rumor de un avión cruza como una sombra acústica la azotea de mi casa, me arrodillo y me pongo a rezar, para que los pilotos no se pongan nerviosos. La nueva divinidad sólo tiene un talón de Aquiles: el accidente. A veces ocurren desgracias, que desde luego no se deben a la capacidad de reacción de los fieles. Son cosas que pasan sobre nosotros, como los aviones. Hace años se mató una princesa, ahora se ha estrellado un hijo de Kennedy. Descanse en paz, con sus banderas a media asta.

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