Mayorías, pactos y Parlamento
Cuando en 1977 se adoptó sin debate y nemine discrepante la forma de gobierno parlamentaria se siguió la pauta de los países de nuestro entorno, y se enlazó con una tradición liberal autóctona que se remonta a 1836, pero es muy dudoso que los autores de la operación fueren plenamente conscientes de las implicaciones de esa opción. Casi un cuarto de siglo después me parece obligado señalar que una parte sustantiva de los cuadros y dirigentes políticos del país siguen sin entender ni aceptar la lógica de la forma de gobierno que en su día escogieron y que nos rige. La polémica actual en torno a los pactos es, al respecto, reveladora. Simplificando mucho puede aceptarse como punto de partida que hay dos formas esenciales de organizar el principio del gobierno de la mayoría, citando a Herrero de Miñón: o bien el gobierno lo elige el pueblo y entonces hay presidencialismo, o bien lo eligen los representantes del pueblo, y entonces hay parlamentarismo. En el primer supuesto es la mayoría de los electores (la absoluta si así se exige, la pluralidad mayor en otro caso) la que designa a un gobierno (normalmente unipersonal), en el segundo supuesto es la mayoría de los diputados escogidos por la mayoría de los electores quien provee el gobierno (normalmente colegiado). En ambos casos gobierna quien tiene mayoría, pero hay una diferencia importante: mientras que no es posible reunir al cuerpo electoral y que éste delibere permanentemente, sí es posible reunir a un cuerpo de representantes y sí es posible que el mismo delibere permanentemente. Por eso en el modelo presidencial el gobierno no es responsable ante los diputados y en el parlamentario sí. Claro está que las elecciones ni son iguales ni tienen el mismo papel en un modelo y en otro, en el primer caso son dobles (gobierno y parlamento) e independientes, en el segundo son únicas y son los diputados los que eligen al gobierno. Por eso nuestras elecciones reposan sobre una mentira. La mentira de nuestras elecciones no es una mentira legal, es una mentira de usos, y sus responsables son los cuadros y dirigentes políticos. La mentira consiste en que las elecciones se publicitan y hacen como si los electores eligieran al gobierno y por eso se postulan candidatos a presidente, y eso no es verdad, a presidentes los eligen los diputados. Por cierto que una parte no pequeña de los inconvenientes de las mal llamadas primarias están precisamente aquí. En el modelo parlamentario como la elección compete a los representantes y no a los electores la mayoría que cuenta a la hora de la verdad es la de los diputados, y no la de los votos (que, por cierto, casi nadie tiene, el caso de la señora Barberá es sumamente excepcional, el del señor Zaplana es, por el contrario, el ordinario, su mayoría se debe a la ley electoral). Si hay un partido dominante o un bipartidismo estricto la congruencia entre mayoría electoral y mayoría parlamentaria está asegurada. Ese es el modelo (idealizado) británico: las elecciones parlamentarias producen una mayoría absoluta monocolor. Pero si el sistema de partidos no es así, ni bipartidista estricto ni de partido dominante, es altamente probable que esa situación no se dé, antes bien es altamente probable que un partido no tenga ni mayoría electoral, ni mayoría parlamentaria, y que a un electorado fragmentado corresponda una representación fragmentada. Si eso es así (y esa es la norma estadística en los países de la UE, 12 de 15 en estos momentos) la mayoría que no existe en el cuerpo electoral ni en el cuerpo representantivo debe ser manufacturada. Ese es el papel de los pactos que, como se ve, son inherentes al modelo parlamentario. No parece que la afirmación según la cual los pactos deberían ser previos a fin de que los electores supieran a qué atenerse sea una afirmación discutible. Es indudable que es así, pero para que esa hipótesis fuere factible se necesitarían pautas de comportamiento de los principales partidos, y unas reglas electorales muy diferentes de las actuales. Y no parece que los dos partidos principales estén por la labor, al menos mientras tengan la posibilidad de continuar con unas prácticas y unas reglas que les resultan muy favorables. Sin cambiar unos y otras la invitación a los pactos previos no es otra cosa que la invitación a la desaparición de las imperfecciones, es decir, una manifestación del hegemonismo de los grandes partidos. La primera condición de los pactos postelectorales es que ningún partido tenga la mayoría. La afirmación de la posibilidad de pactos contra la mayoría es una afirmación absurda, las mayorías son como las madres: no hay más que una. La segunda es la capacidad para tener socios, porque sin socios no hay pactos, ni coalición, ni otra mayoría que la que uno pueda alcanzar por sus propias fuerzas. Y es aquí donde se halla la madre del cordero de las actitudes de PP y PSOE respecto de los pactos: su capacidad respectiva para tener socios es desigual, y favorable a los socialistas. Las cosas son así, y de nada sirven las jeremíadas del señor Aznar ante la junta directiva de su partido para evitarlo. Lo que el PP debería hacer es buscar las causas por las que los conservadores tienen menos capacidad de coalición que sus adversarios y ponerles remedio. Que ciertamente no por pasa la arrogancia, el hegemonismo o la cacería de otros partidos, pasa, sencillamente por la búsqueda de la proximidad y la aceptación de la pluralidad.
Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia.
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