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Turismo

LUIS MANUEL RUIZ Como cada año por la misma época, comprobamos con un poco de asombro cómo las capitales interiores de Andalucía -y no sólo las costeras- se atiborran de temerarios turistas, pobres nórdicos jubilados que sudan hasta el primer biberón pululando por crueles cascos históricos, señores y señoras tocados por los inconfundibles shorts y sombreros que consumen desesperadamente dosis de agua mineral en cualquier islote de sombra, manadas de japoneses en persecución de una señorita que sostiene un abanico en alto, demoledoramente dispuestos a filtrar cuanto sea posible por el embudo de sus objetivos fotográficos. Digo que resulta sorprendente el fervor de estas buenas gentes porque las temperaturas que arrasan Córdoba o Sevilla no deben permitir demasiado concentrarse en la belleza del legado andalusí, sino que más bien convencerán terminantemente para no abandonar el exquisito aire acondicionado del hotel. Pero pese a todo ahí tenemos a estos hijos del peligro, pequeños Indiana Jones con algunos kilos y quemaduras de más, asándose en fila india por las parrillas de algunas de nuestras calles más céntricas a esas horas en que los indígenas sólo prueban las aceras acuciados por la escasez de medicinas o tabaco. Estas excursiones suelen hallarse presididas por la velocidad y la confusión. Los circuitos programan un viaje por Andalucía que pueda comprimirse en cinco maravillosos días, durante los cuales la retina asustada del turista registrará los alcázares que pueblan toda nuestra geografía, probará la sombra de las torres, entrará y saldrá de palacios y mezquitas con la sensación inexorable de que los últimos se parecen demasiado a los primeros. De regreso a su país, Andalucía se le habrá vuelto una especie de enorme Disneylandia cubierta de arcos de herradura, murallas y minaretes, de la que de seguro recordará sobre todo el asfixiante calor: datos todos que refrendarán su clásica suposición de que España es un país situado en el norte de África, con Marruecos detrás de los Pirineos. Nuestra civilización ha impuesto a los sujetos una necesidad impostergable de viajar, de moverse, de contemplar, de dar fe, sin que ese público hormigueante que realiza esa inacabable serie de proezas conozca demasiado bien su objetivo. Jamás viajo con cámara fotográfica porque me parece que ese aparato adormece la memoria, pero los turistas se obstinan con pasión en recoger hasta la mínima esquina del más alejado detalle de cualquier monumento en sus trituradoras de recuerdos, máquinas dotadas de amenazadores cañones con lentes. Resulta obvio que estas personas no pueden disfrutar de sus viajes, no pueden contemplar las ciudades con la velocidad que exige una detenida atención, resulta obvio que a la mayoría de ellas no les interesa los museos que colapsan o donde se desploman a cabecear la necesaria siesta. Mi pregunta de siempre será por qué lo hacen. Necesitan esa versión comprimida de los antiguos viajes, los del siglo pasado, en los que el tiempo era lo esencial; necesitan poder decir que han visitado Pamplona, Barcelona, Madrid, Sevilla, Córdoba y Granada en el plazo heroico de una semana, necesitan garantizar que son personas de mundo.

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