La mágica batuta de Lorin Maazel derrocha sabiduría y astucia
Ni las nefastas connotaciones del número 13 ni la amenaza de lluvia en forma de finas gotas que por dos ocasiones el público aguantó impertérrito en sus butacas pudieron restar ni un gramo de seducción a la lujosa velada con la que el sábado por la noche el Festival de Peralada (Girona) abrió su edición de 1999. Durante dos horas, la mágica batuta de Lorin Maazel derrochó sabiduría y astucia frente a la orquesta Philharmonia de Londres, que se mostró como el paradigma de la perfección, con secciones impecablemente homogéneas y una cuerda de puro sueño.
Contratar para la inauguración de un festival a la orquesta Philharmonia y poner a su frente a Lorin Maazel ya es, de entrada, una garantía de calidad. Ello no garantiza, sin embargo, una velada perfecta, porque con la misma facilidad con la que Maazel transporta al público hasta lo más alto, es capaz de sumirlo en un purgatorio de banalidad disfrazada de falsa brillantez.El sábado no hubo ni un minuto de purgatorio en un programa que se inició con la Sinfonía número 7, de Beethoven, y continuó, en la segunda parte, con un homenaje a Richard Strauss, de cuya muerte se conmemora este año el 50º aniversario, con la interpretación del poema sinfónico Don Juan y la suite orquestal de la ópera El caballero de la rosa.
Lorin Maazel es un director de orquesta de primera, un piloto extremadamente experimentado que se conoce todos los trucos del oficio y los más mínimos recovecos de las partituras, que dirige siempre de memoria. Al frente de la orquesta Philharmonia, que aúna el lujo de un Rolls-Royce, la elegancia de un Jaguar y la potencia de un Porsche, Maazel inició un viaje en el que con astucia de gato viejo combinó a partes iguales seducción y maestría.
La Séptima de Beethoven es una obra presidida de principio a fin por el ritmo y llena de ambigüedad desde el punto de vista psicológico. Más que en ninguna otra sinfonía de Beethoven, el carácter de la partitura depende de la interpretación que de ella haga el director. En Peralada, Maazel le dio un toque melancólico y matizó hasta el último detalle. Meció el ritmo hasta el punto de imprimir a la obra una alta dosis de erotismo haciendo progresar el ritmo sin prisas y compás a compás de una forma insinuante. Disfrutaba nota a nota del viaje, entreteniéndose en los detalles, y al llegar al movimiento final, Allegro con brio, renunció a acelerar y crear una desenfrenada apoteosis de ritmo y sonido. Inició un progresivo e inacabable crescendo que culminó con un moderado forte, demostrando que en la mayoría de las ocasiones el camino es más importante que el destino.
Con las riendas de la maravillosa Philharmonia bien sujetas, Maazel imprimió una alta dosis de melancolía y pesimismo a la partitura de Don Juan, siguiendo fielmente el espíritu con que el poeta Nicolau Niembesch de Strehlenau (1802-1850), más conocido como Lenau, llenó el texto en el que Richard Strauss se inspiró para componer este poema sinfónico, en el que el seductor es un decepcionado y hundido héroe incapaz de hallar a la mujer perfecta.
En la suite de El caballero de la rosa le dio el toque justo de decadencia a una música que se resistió a evolucionar con su tiempo. Siguiendo la línea de todo el concierto, Maazel se recreó con la partitura straussiana y jugó con el vaivén del ritmo del vals en un continuado crescendo-diminuendo para apretar el acelerador sólo en la recta final y abrir generosamente la mano para que metal y percusión culminaran con un potente forte un concierto con una concepción perfecta del espectáculo para regocijo del público, que a modo de propina arrancó a director y orquesta una elegantísima versión de El bello Danubio azul, de Johann Strauss, de cuya muerte se conmemora el centenario.
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