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Antonio

JUVENAL SOTO Hace años que no le veo en persona, pero me consta que sus compromisos son mayores que los míos. No me gustan las pocas películas en las que le he entrevisto trabajar, porque no termino de reconocerlo disfrazado de Coyote ni de vampiro. Me gusta ese otro Antonio de mil novecientos setenta y tantos que bebía cerveza conmigo y con Joaquín Sabina en la barra de aquel Tutti Frutti al que no volveremos ninguno de los tres. Él se asombraba de nuestros versos y nosotros de su rara perfección para leerlos. Subido en una escalera, impecablemente desvestido con un taparrabos que la malicia de Miguel Gallego ideó para él, desgranaba versos de Cavafis al tiempo que un mujerío de poetas jóvenes -los menos jóvenes se desmayaban no más entrar- aplaudía con los ojos su cuerpo de Apolo en Pedregalejo. De nuestras pasiones compartidas recuerdo noches de alcohol, de Sabina y su macarra de ceñido pantalón, de Javier Crahe y sus excursiones a la Fuengirola del amanecer. Antonio, sin embargo, nunca fue del todo uno de los nuestros. Su conciencia era un gusano bondadoso que le obligaba a retirarse temprano, sabiendo que temprano, en aquella edad, era algo así como las cuatro de la madrugada. Nosotros continuábamos, siembre entre extasiados de Heineken y borrachos de Cernuda y de Borges y de qué sé yo, y siempre, a eso de las seis, Joaquín repetía el milagro de encontrar, a esas deshoras, tres titis dispuestas para acompañarnos a donde fuese, que solía ser, casi todas las madrugadas, el mismo sitio. Antonio no. Él iba por las tardes al conservatorio -trabajaba por las mañanas, creo, en el negocio de alguien que no recuerdo- y, ya casi en la anochecida, ensayaba las piezas de teatro que Miguel Gallego escribía tampoco sé a qué horas libres. A Miguel le sigo debiendo una fajo de papeles desde aquel remoto entonces. Gastos de bar. El tiempo me lo cobró a bofetadas -y con intereses de usura-, aunque Miguel ni siquiera hiciese ademán de recordármelo. Antonio no. Él era un tipo de sonrisa atenta, de esos que siempre te convencen mientras que ellos permanecen incrédulos; un tipo de esos que saben siempre qué quieren y siempre cómo conseguirlo. Seguro de sí mismo, todo le auguraba que el tiempo era una baraja que él terminaría marcando a su favor. Así ha sido. Me alegro. Ahora leo el artículo que publica los domingos en un periódico de Málaga. Hace días supe que un chisgarabís de otro periódico está poniendo el grito en el cielo invocando vaya usted a saber qué amistad traicionada. Esa amistad consiste en una fotografía de Antonio y la mitad de este ejemplar de chiquilicuatro intentando pillar cámara por medio de un escorzo sólo apto para descoyuntados. Es curioso, el chisgarabís se ha pasado el tiempo lamiéndole el culo al poder de turno, y el poder -el que sea, el de turno- tan sólo le ha consentido eso: una lamida en el culo. Es curiosa la vida del chisgarabís. La de Antonio no. Lleva años aguantando a la prensa y esgrimiendo para ella la misma sonrisa del setenta y tantos, cuando Joaquín Sabina, Javier Crahe y yo pensábamos que para aquel tipo Málaga era ni un retrete por baldear. En fin, Antonio Banderas. ¡Qué jodida es la edad!

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