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Estoy dimitiendo

Dimitir es un verbo inapelable. Dice uno: yo dimito, y ya no le queda nada más por decir, sino recoger los bártulos e irse a casa, con la mujer -o el marido- y los niños. El teléfono deja de sonar, el correo electrónico te escupe que no hay nuevos mensajes y el tiempo se extiende ante la vista como lo que realmente es o como Julio Anguita lo definiría siguiendo a san Agustín: una distentio animi; o sea, nada.Tan inapelable es el verbo dimitir que normalmente se buscan mil triquiñuelas para no dejarlo al desnudo en presente de indicativo. La primera consiste en vincular su conjugación con alguna reciente contrariedad, de tal manera que los destinatarios del mensaje comprendan que lo enunciado no es exactamente una dimisión, sino un propósito de seguir; como, por ejemplo, cuando se dice: esto no puede ser; yo dimito. Dicha habitualmente con gesto hosco ante el restringido círculo de adeptos, esta proposición más que anunciar la intención del hablante, lo que busca es la respuesta de los oyentes: pero cómo vas a dimitir, hombre; esto lo arreglamos nosotros.

Una vez obtenida la adhesión de los incondicionales y recompuesto el semblante, el paso siguiente consiste en difuminar por medio de algún circunloquio el tiempo previsto para la dimisión. Es entonces el momento de anunciar la decisión con una fórmula de reconocida y muy probada eficacia. En lugar del contundente: dimito, se dice el matizado: voy a presentar la dimisión.

Algún artista logra rizar el rizo y lo que consigue con tal enunciado es que sean los demás los que se vayan a casa: con su disfraz de astuto dimisionario, hemos visto a Julio Anguita propinando una larga cambiada a un atajo de almas benditas convocadas a rebato con el excitante señuelo de aceptar la dimisión de quien finalmente les hizo dimitir.

Lo habitual, sin embargo, es que al presentar la dimisión en lugar de dimitir, lo que de verdad pretende el dimisionario es obtener un voto de confianza sin condiciones. Para eso es preciso dar un paso más y arriesgar una nueva forma de conjugar el diáfano verbo de tal manera que se eludan sus efectos irreversibles. Consiste ella en la no siempre elegante perífrasis con gerundio. Anguita no sólo ha dicho en su noche triste: yo dimito, logrando así la adhesión de sus incondicionales; tampoco se ha contentado con decir: voy a presentar la dimisión ante el Consejo Federal, con la garantía de que saldrá confirmado en su cargo; sino que lleva largas semanas en posición de gerundio, dimitiendo. Lo que ha hecho durante todo este tiempo no ha sido dimitir, como es obvio; tampoco se ha limitado a presentar la dimisión, sino que, superviviente de tanta catástrofe como es, se ha dado buena maña para estar permanentemente dimitiendo.

El resultado, a la vista está: un náufrago entre dos orillas capaz de llegar a buen puerto. Pues desde el momento en que comenzó a utilizar su perífrasis con gerundio, Anguita ha conseguido lo que siempre sueña un buen bolchevique: que un comité de notables -qué aroma tan Antiguo Régimen, un comité de notables- acepte su discurso, su proyecto y su programa, las tres cosas sin pestañear.

Estar dimitiendo debe de ser una situación tan agotadora para quien la ejecuta y tan angustiosa para quienes la contemplan que al final todos dicen que sí a todo con tal de retirarse a descansar de tanto dimitir. Y de esta manera, tras las sucesivas formas de conjugar su verbo preferido: yo dimito, yo voy a presentar la dimisión, yo estoy dimitiendo, este experto en dimisiones nos endilgará el próximo sábado la perífrasis del triunfador: yo retiro la dimisión.

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Julio Anguita será todo el desastre que se quiera en lo que se refiere a la política convencional, la que consiste en obtener buenos resultados en las urnas. Pero, por lo que respecta a las formas de conjugar el verbo dimitir, del pasado al presente continuo, por activa, pasiva y perifrástica, ninguna tiene para él ningún secreto: se las sabe todas.

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