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Tribuna
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Rumanos

Estaba desolado. Allí, aguantando el tipo en el Anatómico Forense donde yacía el cuerpo inerte del pequeño Paun, el delegado del Gobierno, Pedro Núñez Morgades, describía la experiencia como una de las más amargas de su vida política. Y lo era, aunque fuera mezquino establecer una relación causa-efecto; lo cierto es que aquella criatura había muerto atropellada en la carretera horas después de que su familia y otros quinientos rumanos fueran expulsados del poblado de Malmea. Ese crío, al igual que el resto de los niños del colectivo, pudo haber sufrido el accidente cuando brujuleaba entre los coches practicando la mendicidad o en un descuido de sus padres mientras vendían La Farola.Hubo incluso más riesgo de que así fuera, pero sucedió en esa otra circunstancia y tras una polémica operación policial, y aquello resultó determinante. Semanas atrás, otro accidente desgraciado, en el que murió abrasada una niña de pocos meses, aireó ante la opinión pública la situación misérrima en que vivían los rumanos de aquel poblado de Fuencarral.

Fue entonces, y no antes, cuando los responsables municipales tomaron medidas para mejorar sus condiciones de vida. Enseguida hubo duchas, letrinas, asistentes sociales y niños escolarizados. Así pasó la tormenta y Malmea volvería al olvido, aunque no para los vecinos más próximos, que rechazaban el campamento por considerarlo insalubre y un foco de inseguridad. Fue su queja la que impulsó el plan del Ayuntamiento, quien acordó con la Delegación del Gobierno llevar a cabo una operación "limpieza" que resultara lo suficientemente disuasoria para que, además de las ratas, abandonaran Malmea todos los inmigrantes allí asentados. Decenas de agentes a pie y a caballo irrumpieron de improviso cuando muchos de los inmigrantes dormían o despejaban sus legañas. Es cierto que no hubo violencia, pero la actitud policial fue lo suficientemente expeditiva como para que nadie albergara la menor duda de que les estaban echando. De allí se fueron deprisa y desordenadamente tomando caminos distintos. Y hubieran consumado su dispersión de no producirse la desgracia que costó la vida al pequeño Paun. Con el cadáver aún caliente del crío y rodeados de periodistas, los rumanos recobraban un protagonismo ante la opinión pública que obligaba a las autoridades a replantearse su actitud con ellos. Los que aún estaban en Marid acampaban en el Parque Norte, y otros regresaban a la capital advertidos por sus compatriotas a través de los teléfonos móviles de que la situación había cambiado. Así, las mismas autoridades que horas antes ordenaban la expulsión, movilizaban sus recursos en el intento de salir del desconcierto y salvar la cara. Hubo entre los políticos ejercicios patéticos de escurrir el bulto con la notable excepción del propio Núñez Morgades, quien dio la cara desde el principio convocando a las organizaciones humanitarias y a las administraciones competentes para afrontar el problema. Un problema que conocen otras muchas ciudades europeas en donde han recalado los gitanos rumanos huyendo de las pésimas condiciones de vida y el trato discriminatorio, cuando no represivo, que reciben en su país. Ellos son los descendientes de aquellos zíngaros que recorrían Centroeuropa en sus carromatos. Son nómadas por cultura y por tradición y viven a salto de mata vendiendo por las calles o mendigando. Resultan socialmente incómodos, es difícil su integración y no son campeones de la higiene, pero nada de eso justifica el tratamiento errático que las autoridades han tenido con ellos. Nunca les debieron permitir instalarse de forma incontrolada en Malmea y tampoco echarles de la manera que lo hicieron después de permanecer meses allí acampados y tras escolarizar a sus niños.

La Administración ha de establecer espacios acondicionados para quienes vienen de paso y prever una asistencia mínima que no permita reproducir aquí las escenas de miseria de sus países de origen. Su presencia en esas condiciones ha de ser necesariamente temporal y, de prolongarse, se les debe exigir un compromiso de integración que pasa por la educación de sus hijos y el respeto a las normas de convivencia que rigen para el resto de los ciudadanos. Una política social sin farsas ni hipocresía.

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