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El calor y la sombra ANTONI PUIGVERD

La celebérrima cena de los empresarios se ha convertido, sin pretenderlo, en el bocinazo que inaugura, precipitadamente, la batalla del otoño. Por lo visto, va a ser una batalla sin cuartel en la que desaparecerá el cacareado fair play de la política catalana. El soñoliento gris de las plácidas aguas del lago catalán empieza a transformarse en el gris metálico de los cuchillos. Miles de cargos y prebendas están en juego, usufructuarios de sinecuras y canonjías patrióticas están en peligro, cebados asesores e insignes parásitos de la patria pueden ser pronto sometidos a draconianas dietas. Ante la emergencia, cualquier método será considerado bueno siempre que sea efectivo contra lo que es más que un adversario: el enemigo de la patria. No hace falta que nadie dicte las consignas. Desde que, hace más de un año, aparecieron las primeras encuestas, la consigna está clara: hay que machacar a Maragall. Nada hay más fácil para conseguirlo que convertir los medios públicos de comunicación en el martillo del hereje. Ya avisaron estos medios de lo persistentes que pueden llegar a ser. Baste un solo ejemplo. Durante las municipales, Catalunya Informació dedicó un día entero (con su noche) a recordar que un presunto caso de corrupción en el Ayuntamiento de Lleida implicaba a Ernest Maragall. Esta noticia encabezó machaconamente los bloques informativos de la mencionada emisora, la misma que en aquellas fechas silenció, con deportiva naturalidad, la implicación de un diputado convergente en una de las ramas del caso De la Rosa. Más de lo mismo ha pasado con la cena de los empresarios: hasta la náusea la estuvieron comentando en negativo, subrayando a lo largo de media jornada las indemostrables presiones que denunciaba un consejero y más adelante, gracias al imperdonable regalo que les hizo el equipo de Maragall, pudieron dedicar las 24 horas siguientes a proclamar que el candidato había atentado contra la libertad de información. Recuerdo las presiones que denunciaron, hace años, en Girona, algunos alcaldes independientes que eran forzados por el delegado de Gobernación a aceptar la siglas de CiU so pena de perder su municipio ayudas importantes. Nunca atravesaron la frontera de la prensa local. El doble rasero existe. Lo sabe todo el mundo: las antenas públicas en Cataluña han nacido al calor de un partido que manda en este país como si fuera el único. Sabemos que este tipo de dependencia es un mal general en otros muchos países latinos, pero mal de muchos no puede ser consuelo de una sociedad que no quiere ser tonta. Es un pecado democrático someter los grandes aparatos públicos al servicio del que manda. Especialmente si estos grandes medios de comunicación son los primeros instrumentos de que se dota un país que, 20 años atrás, salía de un largo túnel. Los medios públicos catalanes, gracias a los amplios presupuestos y la excelente nómina de profesionales, han desarrollado una programación amena y expresiva que ofrece un notable entretenimiento al público, el cual, a su vez, los premia con notables cotas de audiencia. Gracias a esta audiencia, han colaborado de una manera decisiva a dar carta de naturalidad a la lengua catalana, durante tantos lustros postergada de la vida pública. Destaca entre todas estas empresas públicas Catalunya Ràdio, cuyo liderazgo de audiencia no depende del fútbol. Ahora bien: todos estos elementos positivos pierden buena parte de su gracia cuando se convierten en anzuelo de una ideología política y en soporte persistente de predicadores que, un día sí y otro también, aleccionan a la audiencia llegando al extremo de desprestigiar e incluso condenar a los que tienen otra visión del país. Es verdad que en las tertulias públicas comparecen gentes de muy diversa ideología. Pero no es en las tertulias, sino en los informativos y en muchos programas políticamente anodinos, donde una concepción maniquea de la bondad y la maldad nacionales se ha estado colando durante años. Esto sí es lluvia fina. Cabalgando sobre amplias audiencias, este penoso maniqueísmo que separa a buenos y malos catalanes ha sido hasta ahora decisivo en la consolidación del poder pujolista. Naturalmente, los medios públicos de comunicación están repletos de grandes profesionales que trabajan con gran decencia, a pesar de que el aliento del amo les está calentando el cogote. Un aplauso para ellos. Y a los que ceden al aliento, compresión total: poca broma puede hacerse hoy en día con los puestos de trabajo. Dicho esto, regreso al principio. Durante unos días, Catalunya Ràdio y Catalunya Informació, junto con otros medios públicos y privados que se sintieron agraviados porque no les fue permitida la entrada a la dichosa cena de Maragall, han abanderado la libertad de información y han acusado al candidato del cambio de convertir en un favor o en un agravio lo que no era más que un derecho. Tienen razón. Yo, que deseo el cambio, no puedo más que sumarme con toda seriedad, con severidad incluso, a esta crítica. Aunque considere que los que la encabezan no están muy calificados para ejercerla. Una de las virtudes de la democracia es que no exige carnet de pureza a nadie. Me sumo, pues, a la repulsa contra la enorme metedura de pata del equipo de Maragall: con las cosas de la libertad no se juega. No puede hacerse excepción alguna cuando se trata de velar por el correcto ejercicio de los derechos. El deseo de cambio está cuajando en la sociedad catalana precisamente porque la presión que ejerce el pujolismo ha llegado a ser cargante y viscosa. El aliento del poder convergente es parecido al calor pegajoso y pesante, aunque invisible, del verano. Llevamos casi 20 años de calor, especialmente en las comarcas periféricas, donde no existe el ventilador de un contrapoder. Es lógico, pues, que muchos deseemos la llegada de una corriente de aire refrescante y amable, que permita respirar a gusto, que facilite a las gentes de este país reconocerse y conversar (enraonar) sin que un aliento superior se nos pegue al cogote. Yo, al menos, lo deseo con tal intensidad que no estoy dispuesto a aceptar que en nombre de la eficacia o del pragmatismo se cometa un solo error contaminante. Frente a toda la parafernalia y a la mitología pujolista, Maragall, dejando a un lado el prestigio acumulado como alcalde de Barcelona, dispone de un único y precioso capital: la ilusión de una Cataluña desacomplejada, plural, simpática y abierta. Ni una pequeña sombra más debe oscurecer esta ilusión.

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