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Aguaducho

Una delicia ciudadana que florece en la canícula y nos toca, como notarios forzosos, atar a esta columna de rememoraciones. Chaparrón y agua conducida son el origen, llevada hasta ciertos tenderetes -hablamos de Madrid- donde se vendía, en tiempos, cuando quien sediento estaba lejos de la fuente y debía pagarla. Aún alcanzamos la edad del agua gorda y el agua delgada, la que bajaba de la sierra, la de Lozoya, exquisita, y la de Santillana, más basta y mineralizada. Traer el agua era promesa electoral, a flor de labio entre los candidatos, que casi nunca eran cándidos. El aguador, otro oficio extinguido: "Agua, fresquita el agua, ¿quién quiere agua?" era uno de los tantos pregones que se escucharon por las calles a principios de este moribundo siglo. En los aguaduchos se vende agua, quizás a céntimo el vaso, unidad monetaria que parece pronta a recuperarse. Y se despachaban refrescos hoy desconocidos: agua de cebada, horchata de chufas -aún se encuentra sin gran dificultad- y zarzaparrilla, el brebaje de Atapuerca reconvertido que ya alcanzó el pináculo, hasta que se pervierte en factorías belgas. Se decía que alguien, en algún lugar de América, destilaba aquella bebida del arbusto de su nombre -la recuerdo con cierto regusto a regaliz- y un espabilado hombre de negocios, tras consolar las fauces, le propuso al manipulador: "¿Quiere usted ser rico? Puedo conseguirlo con una sola palabra, si me da usted el 50% del negocio". Descontada la respuesta, la solución era: "Embotéllelo". Así se inicia la leyenda de la coca-cola.

La ciudad estuvo sembrada de aguaduchos, que surgían con los primeros calores y contaron con la clientela del barrio, sospecho que más numerosa al anochecer y en las largas y calientes veladas estivales. Puestos simpáticos, rodeados de simples veladores y sillas de tijera o de enea, aprovechando el ensanche de la acera o la placita, donde no se servían bebidas alcohólicas. El frío era suministrado por fábricas específicas, que sabe Dios en qué se han transformado, traídas las chorreantes barras de hielo a hombro, sobre una arpillera. Luego se conserva echándole sal, mucha sal. Cerca de mi casa sobrevive un viejo aguaducho, modernizado, autónomo, en medio de un corto bulevar, porque ahora no hay camareros que se jueguen la vida cruzando una calle desde el establecimiento matriz. Hasta él llego, algún atardecer, para sorber una horchata con la consabida pajita.

No sé si la clientela es fija, pero parece homogénea. Abundan las mujeres, generalmente por parejas, de toda edad, las de vida activa que imagino cambiando impresiones sobre el trabajo en la oficina, en la tienda, en la Administración. El objeto de la charla sospecho que no son los incidentes cosméticos, ni los chismes que aparecen en las revistas sobre los famosos, sus miserias y exclusivas. Esas publicaciones y espacios actúan como estómagos rumiantes, extraen el jugo de la murmuración y lo expenden ya elaborado.

Hay también parejas, sencillas o dobles. En aquel velador coinciden cuatro colegas, identificables por los attachés idénticos, que reposan junto a la butaquita de paja. Edades semejantes, indumentaria alternada: la mujer mayor, con pantalón oscuro, blusa camisera y pelo corto; la otra, con falda talar, abertura desde medio muslo y camiseta con delgadas tiras sobre los hombros. Ellas dan cuenta de dos anchas copas de cerveza. Ellos, sobre la treintena, camisa clara y traje azul, toman un refresco americano.

No falta la mami que ha bajado al niño, en su cochecito, acompañada de quien puede ser la abuela, natural o política, vigilantes del crío que da los primeros pasos, a gran velocidad y siempre en dirección al asfalto, por dondo pasan los coches a toda mecha. O el grupito de ancianos, alguno en silla de ruedas, custodiada una larga invalidez por cuidados casi automáticos. Dos hombres jóvenes escuchan con atención y respeto a otro, maduro, que bebe una panzuda copa de coñac, fuma un grueso cigarro y agita la mano izquierda abrazada por el Rolex de oro. Nada me extrañaría que fuera un exitoso maestro de obras. Parece el aguaducho de otros tiempos, con algunas diferencias.

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