Bangemann
Cuando el Partido Popular logró el poder no lo hizo por méritos propios, pues si se le eligió fue para desbancar a un Gobierno que había terminado por agotar la paciencia de la ciudadanía, dada su incapacidad para asumir sus flagrantes responsabilidades políticas. Por eso, la victoria de Aznar en el 96 fue tan apurada, precaria y, en el fondo, inmerecida: al echar a González vencía, pero no convencía. Pero los populares disponían de toda la legislatura para cargarse de legitimidad, y para ello utilizaron con decisión y sin escrúpulos todos los recursos del poder, confiando en terminar por convencer a la ciudadanía: fue la teoría de la lluvia fina. Y semejante apuesta pareció tanto más segura cuanto más favorablemente soplaba el viento de la coyuntura económica, permitiendo que la clientela electoral del PP experimentase una sensible mejoría en sus condiciones de vida.
Por ello, Aznar y su equipo se creían con derecho a esperar que al final de la legislatura sus votantes, agradecidos, les premiarían con una ampliación de su mayoría electoral, convalidando su victoria del 96 hasta convertirla en convicción legítima. Sin embargo, no ha sido así, pues los resultados del 13-J han arruinado las expectativas de mayoría suficiente o absoluta, retrotrayendo la correlación de fuerzas al punto inicial de partida.
Lo cual supone una derrota si lo consideramos en términos del ciclo de vida del poder popular, que, lejos de crecer y desarrollarse como cabía esperar, se ha estancado, si es que no ha comenzado a entrar en regresión, abortando su despegue hacia la estabilización autosostenida.
Contra pronóstico, la clientela popular no ha crecido mientras sí lo ha hecho, a costa de IU, la socialista. Es verdad que las clases medias de las ciudades más pobladas todavía prefieren votar al PP (configurando lo que, hoy por hoy, es el techo de González), pero eso puede cambiar en cuanto se invierta el ciclo alcista de la economía, pues los electorados urbanos son muy elásticos ante el efecto renta, cambiando de opción al compás de la coyuntura.
¿Qué ha pasado para que, cuando lo tenía casi todo a favor, Aznar no haya terminado de convencer a la clientela? Si renunciamos a las explicaciones sentimentales, basadas en la política del amor y el temor, podremos fijarnos en un indicador indirecto como es la capacidad para encontrar aliados, en todo semejante a la de convencer a electores.
En el 95 y el 96 el único partido apestado era el PSOE, al que no quería votar y con el que no quería pactar casi nadie; y, en cambio, el PP hallaba electores y aliados a diestro y siniestro, con nacionalistas e IU. Pues bien, hoy se han invertido las tornas: quien pacta a diestro y siniestro es el PSOE y el único apestado parece el PP, con el que no desea mezclarse casi nadie. ¿Por qué? ¿Es que ya se ha olvidado o ya se le ha perdonado su pasada corrupción al PSOE? No exactamente.
Lo que sucede es que, en el 96, el PSOE pasaba por ser el único pozo de corrupción, pareciendo el PP incorruptible: de ahí que aquél fuera el apestado y éste el exorcista. Pues bien, hoy ese reparto de papeles ya no se lo puede creer nadie, dado que el PP ha demostrado ser tan clientelar, patrimonialista y oligárquico como antaño lo fuera el PSOE. Sólo que lo ha hecho perfeccionando con mucha mayor impunidad el blindaje legal de su ingeniería corruptelar, canalizada a través de la creativa privatización de las antiguas empresas públicas, lo que le ha permitido comprarse una opinión pública servil, adicta y domesticada.
Se hunde así la apariencia de incorruptibilidad en que se basaba la imagen del PP, poniendo al descubierto su auténtica condición apestada, que nada tiene que envidiar a la que antaño el PSOE monopolizaba.
Y la mejor prueba es cómo ha reaccionado el entorno de Aznar ante su fracaso del 13-J; para tapar su mala imagen, no se les ha ocurrido nada mejor que fichar al corruptible comisario Bangemann, con unas formas morales sólo comparables a las que se estilan por los pagos de Marbella. Y esto no hay ciudadanía moderna y democrática que lo tolere sin que se le caiga la cara de vergüenza.
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