El Tren de la Fresa
Una de las cosas buenas -aquí lo dije- que tiene la llegada de amigos o familiares consiste en excitar los mejores y más espléndidos sentimientos que dormitan en nuestro corazón. Extralimitamos todos los presupuestos para agasajarles, quizá con el artero y egoísta propósito de pavonearnos y fingir lo que no somos y valemos, condición predilecta entre las humanas. La cuestión es que, días pasados, con preaviso, como es natural, llegó hasta nuestro vegetar madrileño una vieja amiga a quien conocimos en mejores y juveniles circunstancias. Excusado decir con qué espíritu selectivo nos encaminamos hacia exposiciones, conciertos y muestras artísticas gratuitas o dónde hacer valer los privilegios económicos de la avanzada edad de ambos, disimuladamente cuando ello era posible. La verdad es que Madrid brinda un abundante y variado abanico de entretenimientos que no cuestan nada o tienen tarifas asequibles. Bien, pues, con ánimo de captar y quedar como un archiduque, convidé a mi huéspeda a viajar hasta Aranjuez, en el Tren de la Fresa. Confieso que uno de los alicientes consistía en el viaje mismo, anunciado en vagones de tercera clase, arrastrados, tal como figura en el folleto, por una humeante locomotora de vapor. Constituyó una pequeña decepción comprobar que estaba sustituida por una moderna tracción eléctrica. El guía que pululaba por los vagones dio la explicación, prevista en la propia oferta: "Hace unos meses se estropeó la locomotora, dejándonos tirados en mitad del campo y retrasando el regreso en más de dos horas". Fuerza mayor ante la que es preciso plegarse. No obstante, hicimos una tímida sugerencia al amable cicerone: "¿No podría el maquinista lanzar algunos puñados de carbonilla de vez en cuando? Eso contribuye a rescatar el ambiente...". Tomó nota mental, con una sonrisa de conmiseración hacia nuestro estado mental.
El convoy circula a toda mecha, modificando el antiguo recuerdo de aquellos ferrocarriles renqueantes, asmáticos, que de vez en cuando exhalaban una bronca tos que espantaba a las cabras de las inmediaciones. También eché de menos el traqueteo, quizá porque las vías son mejores y de perfil continuo. Si fallan ciertos detalles, se conserva una de las más típicas características de los trenes de antaño: la enorme incomodidad de los asientos, en esos vagones de tercera, plenamente conseguida y llevadera por la cortedad del trayecto: menos de una hora, entre la estación de Atocha y la del Real Sitio.
Circula los sábados y los domingos, el precio es moderado, habida cuenta de que incluye un paseo en cómodo auto-pullman, la placentera visita al Museo de Falúas Reales, un vistazo opcional al taurino de la muy veterana plaza de toros, el garbeo por los espléndidos jardines, amorosamente cuidados, y el largo recorrido por el Palacio Real, acondicionado con rigor y acierto, restauradas las agresiones del tiempo y dispuesto a ser habitado por gente hoy inexistente, capaz de ocupar las casi 400 estancias, durante dos o tres semanas al año.
Una risueña azafata remedia con su simpatía las pintorescas descripciones que dirige a los excursionistas, en medio de una confusa empanada mental en la que mezcla los devaneos de la reina María Luisa con los de su nieta Isabel II, lo que, a decir sincero, no parecía inquietar a los excursionistas. Una reflexión de múltiples aplicaciones: esas fastuosas residencias que sumisamente visitamos suelen ser lugares donde abundan preciosos muebles, gran variedad de sillones, tronos, butacas, canapés, pero donde no es fácil encontrar una silla, apenas un banco donde sentarse, para descansar de tanta historia.
Merece nota alta la excursión, aunque con otro reparo personal. Quienes mejor pueden disfrutar del corto viaje son los mayores, cuya memoria directa o escuchada quizá alcance los tiempos revividos, pero no hay otra reducción en el precio que la referida a criaturas menores de dos años, mientras no ocupen asientos. Nos parece de perlas, aunque algún exigente eche de menos el esparadrapo en las bocas pueriles. Bien por el Tren de la Fresa, precisión oportuna, ya que en el trayecto de ida las mismas azafatas nos obsequiaron con una sola fresa. Al regresar, las perecederas provisiones sobrantes permitieron degustar con abundancia los carnosos fresones. La fresa, señores, es cosa del pasado.
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