Migraciones vegetales [HH] Especies botánicas del cono Sur salpican el paisaje urbano desde el siglo XVIII
En la ciudad de Celestino Mutis se mantienen aún buenos ejemplos vivos de los tesoros botánicos que el científico halló en su expedición a Nueva Granada, en el siglo XVIII. Los rincones de Cádiz guardan el testimonio de los lazos históricos que han unido a esta ciudad con América y que, a poco que se bucee en libros, arquitectura o parterres, afloran redivivos. Si Cádiz es, arquitectónica y sentimentalmente, la primera ciudad de aquel continente en Europa o la última comunitaria en América, sus jardines son sustratos concentrados de aquellas tierras. Aquí se quedaron, en los jardines de aclimatación, para evitar que los encargos de Carlos III para el Jardín Botánico de Madrid acabaran de perderse tras la travesía marítima trasoceánica en el más duro viaje por carretera hasta Madrid. Desde la Pampa Es fácil hilar un paseo veraniego al olor y a la visión de esas especies esparcidas por toda la ciudad. Un repaso de la guía Paseo Botánico por la ciudad de Cádiz (Quorum Libros editores), escrito por un grupo de biólogos, resulta un ilustrado compendio de todas las especies que contienen los jardines gaditanos. La superficie vegetal por excelencia de la ciudad, el parque Genovés, es el único lugar donde se puede observar el ágave del dragón, procedente de Méjico. Junto a pitas, también mejicanas, y buganvillas violetas de Brasil y Paraguay, enmarca un escenario que gira entre lo desértico y lo ornamental. El mismo parque, donde se recibe el olor del yodo atlántico, se inunda de dama de noche, procedente del sur del continente americano, y de chamadoreas, unas palmeras procedentes de Guatemala y Honduras. El palo borracho, un árbol que alcanza hasta los 25 metros de altura y que tiene sus primeras semillas en Argentina y Brasil, se halla también en este espacio. Plumeros o hierbas de la Pampa argentina; cipreses de Arizona o de California; trompeteros sudamericanos; durantas de Méjico y flores de pascua mejicanas dibujan un escenario botánico prestado por el otro continente. A las afueras del parque, arrancan los jardines de Carlos III, circundando la alameda de Apodaca, una continuación natural al recorrido. Allí puede observarse la opuntia cilíndrica de Perú, un cactus que arroja rosas que se mezclan con otros rosales tempranos del lugar. Las acacias blancas o falsas acacias, llegadas del centro y el este de Estados Unidos, que pueden rozar hasta 30 metros de altura, lucen flores que son aprovechadas para la industria de perfumes. En este lugar se hallan laureles alejandrinos de Centroamérica -siempre verdes- parecidas al acebo. Las palmas de California y del norte de Méjico ofrecen su tronco liso al viento del norte, cuando sopla desde el mar cercano. La alameda recibe, entre fortificaciones gemelas de las que vigilan las aguas de La Habana o de San Juan de Puerto Rico, al paseante con centinelas de excepción: ficus gigantes y centenarios que extienden su sombra a lo largo del paseo. Testigos del devenir del tiempo que vinieron de la India. Aunque el ficus por excelencia es el del antiguo hospital de Mora: un titán nervudo y generoso. Ofrece la alameda un primoroso paseo de bancos cerámicos y faroles de forja, y alberga buenas muestras de chirimoyos de Ecuador y del Perú, países que ya en 1812 estuvieron muy presentes en Cádiz, durante la promulgación de la primera constitución democrática de España. El ombú o árbol de la bella sombra, del sur de América, también ha echado raíces en este paraje. Donde acaba la alameda comienza la plaza de Mina, cruzando sólo una calle. Hasta hace poco un vergel, hoy Mina ofrece tocones mutilados de árboles centenarios, pero mantiene suertes botánicas como el coco plumoso de Bolivia, las fúrcreas colombianas o los magnolios que arraigaron provinientes de Estados Unidos. La plaza exhibe aralias mejicanas, falsas pimientas chilenas y yucas. Un museo botánico al aire libre emigrado de otros continentes.
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