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El valor de los códigos de valores CARLOS CAVALLÉ

En un reciente congreso en que participaban directivos de empresas y de escuelas de negocio internacionales, el responsable de una compañía multinacional dedicó buena parte de su intervención a explicar la importancia que en su corporación se asignaba a los valores. Cuando se le pidió que concretase cuáles eran esos principios de actuación, respondió sin titubear: "Nuestro código de conducta arranca de la orientación al cliente". El murmullo que llenó la sala reflejaba la sorpresa de los asistentes: "¿Es eso un valor fundamental o simplemente una estrategia comercial?", se preguntaban unos. "La empresa es mucho más que orientación al cliente", decían otros. Al acabar aquella ponencia, algunos de los asistentes comentaban que en una sociedad cada vez más plural y en un ambiente en buena parte relativista, ciertamente no es fácil alcanzar un consenso sobre cuáles son los valores o principios objetivos de actuación ética. Pero -añadían- todo el mundo está de acuerdo en que de un amigo se espera que sea leal, justo, sincero, generoso, solidario... Esos valores y otros son perfectamente trasladables a la empresa, que al fin y al cabo está compuesta de personas y relaciones entre ellas: empleados (directivos y colaboradores), accionistas, clientes y proveedores. Entre los requisitos para la supervivencia de la empresa, obviamente, están añadir valor económico, conseguir eficiencia, optimizar el beneficio, ganar en competitividad... Pero al menos en Occidente -en buena parte gracias a la herencia cristiana de esta civilización- parece claro que estos objetivos necesarios no son los únicos, ni pueden tratar de lograrse a toda costa. No vale todo. Hay valores que no tienen precio, pese a que algunos quieran mercadear con ellos y de hecho lo hagan; aunque pueda parecerles lo contrario, están tirando piedras contra su propio tejado. Por ejemplo, no se puede engañar al cliente prometiéndole unas prestaciones o un nivel de calidad que no corresponden a la realidad del producto o servicio ofrecido. Por tanto, no basta con los objetivos; hay que dar igual importancia a la forma de lograrlos. De ahí surgen los códigos de conducta. Implantar un código de conducta no consiste sólo en tener una lista de valores, sino en conseguir que éstos se vivan a todos los niveles de la organización y en todos los casos. Esto es únicamente exigible si son independientes de la coyuntura o de las circunstancias. De lo contrario, se correría el riesgo de que tuviera un precio. Por ejemplo: la calidad es un requisito en cualquier producto o servicio de mi empresa... excepto si el margen se reduce tanto que tengo que bajar el nivel para poder seguir obteniendo beneficios en el corto plazo. Asimismo, los códigos de conducta han de basarse en valores acordes con la dignidad de la persona y con una concepción coherente de sociedad. De este modo serán asumibles por todos: aunque cada uno de los miembros de la empresa sepa que ponerlos en práctica requiere muchas veces esfuerzo, tendrá conciencia de que su puesta en práctica vale la pena. Todo código de conducta requiere disponer de un determinado marco de referencia, de unos principios básicos que sean objetivos y estén de acuerdo con la dignidad de la persona y con una concepción coherente de sociedad. De lo contrario, se verán como algo impuesto y que encorseta. La grandeza de los principios de actuación ética estriba precisamente en que no son un límite, sino un punto de partida para potenciar los valores de la organización y a quienes trabajan en ella. Una expresión de la sensibilidad por estos problemas y de su importancia es la reciente dotación de la Cátedra Economía y Ética en el IESE, cuya finalidad es aportar más recursos para seguir investigando y divulgando estos temas en beneficio de las empresas y de sus directivos, vayan o no a formalizar códigos de conducta. La única manera de conseguir que las organizaciones tengan códigos de conducta eficaces es que los principios éticos en los que se basan sean asumidos libremente por todas y cada una de las personas que las componen. Lo cual querrá decir que las personas no sólo intentarán cumplir con un código de conducta de la empresa, sino que procurarán también comportarse con ética en los demás ámbitos de su actuación. Todo ello no es más que una manifestación de que la persona debe ser coherente y de que su actuación arranca de su conciencia moral, más que de lo que se le ha impuesto en forma de ley o de norma de conducta. La grandeza de la empresa reside ahí. No todo es orientación al cliente, aunque algunas multinacionales digan que es lo que les está dando resultado. La empresa es -debe ser- una escuela de aprendizaje positivo donde sus componentes, al prestar un servicio al cliente, lo hacen de forma que ponen en práctica unos valores objetivos que luego aplicarán también a otras circunstancias de su vida. La empresa es -debe ser- una gran escuela de desarrollo profesional y, sobre todo, de desarrollo humano.

Carlos Cavallé es director general del IESE, Universidad de Navarra. Titular de la Cátedra Anselmo Rubiralta de Política Industrial.

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