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Lecturas del pasado

Leemos el pasado chileno en forma diferente, agudamente contradictoria, esquizofrénica. Antes, hace más de treinta años, veíamos al país de las libertades públicas, del desarrollo cultural avanzado, de las mejores universidades del mundo de habla española. Había una parte de leyenda, pero también había bases tangibles. La obra de Andrés Bello era sólida, variada, monumental. Llegaba desde la gramática y el Código Civil hasta la Universidad de Chile y el Ministerio de Relaciones Exteriores. Había una tradición republicana, de Gobiernos civiles, de separación de los poderes del Estado, de instituciones sanas, que funcionaban. El país de Andrés Bello era el mismo de Vicuña Mackenna, de Gabriela Mistral, de Neruda, de tantos otros. Algunos representaban el matiz de izquierda, los ecos del año veinte y de la llamada "cuestión social", el cambio. Pero convivían bien, en una armonía relativamente buena, con los conservadores, con los representantes de la tradición. Era, en el fondo, más allá de la bulliciosa polémica que uno veía en la prensa o en el Parlamento, un país de consenso. Recuerdo a los grandes revolucionarios de aquellos años y tengo la impresión de que estaban, a pesar de las apariencias, integrados en el tejido social. Recuerdo una conversación de mediados de 1970, en vísperas electorales, entre el general Velasco Alvarado, presidente del Perú por obra y gracia de un golpe de Estado militar, y Pablo Neruda, quien acababa de hacer en Lima una lectura de su poesía en beneficio de las víctimas de un terremoto reciente. El comentario de Velasco Alvarado al entonces embajador chileno, el arquitecto Sergio Larraín García Moreno, fue interesante. "¡Qué poeta más sensato!", le dijo Velasco Alvarado, y lo repitió varias veces, pensativo. Velasco Alvarado no se equivocaba. Neruda, a pesar de ser un militante fiel del partido comunista y de haber pasado por una etapa estalinista, era un hombre de la tradición republicana nuestra, un heredero de O"Higgins y de los Carrera, de Andrés Bello, de Vicuña Mackenna. Los escritores cubanos lo habían atacado en forma virulenta, grosera, en una carta pública que había dado la vuelta al mundo. Pues bien, ese ataque tenía una razón de ser. Podría ser objeto, hoy día, de un ensayo histórico interesante. Era un reflejo de la incompatibilidad profunda que existía entre la visión fidelista de la política y la del Chile democrático. Había, en realidad, un abismo de diferencia. Poco después, cuando me tocó pasar por La Habana en una breve misión diplomática, pensé en este abismo, en esta división radical, insuperable, muchas veces. De ahí derivó mi apasionada crítica del régimen castrista. Yo había llegado a la conclusión de que el Chile de Neruda, como el de Gabriela Mistral o Vicente Huidobro, no era esencialmente diferente del país de algunos intelectuales conservadores del estilo de Hernán Díaz Arrieta, nuestro gran crítico literario, o del poeta y novelista Pedro Prado. De hecho, en uno de los episodios más tensos de los primeros días del golpe de Estado, en los funerales de Neruda, el anciano Díaz Arrieta, llevado del brazo por una amiga fiel, formaba parte de la asistencia. Ahora comprendo que era el Chile antiguo que se despedía. Cuando el cortejo se acercó a la tumba y los miembros de las juventudes comunistas, de manos empuñadas, rodeados de soldados con ametralladoras, empezaron a cantar la Internacional, Díaz Arrieta exclamó: "¡Hasta aquí nomás llegó!". Hasta ahí nomás, en verdad, llegaron muchísimas cosas. A partir de ahí, en aquel lugar simbólico y en tantos otros, muchas aguas empezaron a separarse.

Ahora, hace tiempo, pero sobre todo en estos días, tengo la impresión de que los adversarios del régimen de Fidel Castro hemos sido ampliamente derrotados. Terminó el castrismo en su forma virulenta, exportadora de la Revolución, pero también terminó, mucho me lo temo, esa forma de convivencia democrática, civilizada, con influencias del pensamiento moderno de Europa, que algunos intelectuales y escritores de América Latina proponíamos como alternativa. La última vez que Fidel Castro asistió a la Asamblea General de las Naciones Unidas, a fines de 1995, fue el jefe de Estado más ovacionado y celebrado. Fui testigo de una recepción muy similar en la Unesco, en París, a mediados, si ahora no me equivoco, de 1996. Son detalles que importan. Un Chile de verdadera tradición democrática, republicana, un país de cultura, dotado de una identidad sólida, habría representado otro polo. Pero ese país se convirtió en una entelequia, en una cosa tan pasada, tan remota, que llegamos a dudar si algun vez existió. Se convirtió en ese extraño "país de la ausencia" de Gabriela Mistral, una mujer que vislumbró más cosas de lo que nosotros ahora creemos.

La lectura del pasado, desde la perspectiva de hoy, nos muestra inquisiciones, engaños, astucias de baja ley, atropellos, crímenes. Para encontrar al otro país, el de las ideas y las libertades, hay que hacer un esfuerzo demasiado grande. Mónica Echeverría, en sus Crónicas vedadas, nos cuenta la historia de un alto comisionado de la Inquisición de Lima que llegó a cumplir una misión secreta en el Santiago colonial. Se trataba de castigar a seis señoras de la sociedad chilena que habían cometido pecados nefandos con seis oficiales de los ejércitos españoles. Según los papeles que todavía se conservan, ¡habían succionado en una orgía colectiva sus órganos sexuales! El escándalo fue tapado con recursos muy criollos, a pesar del celo del inquisidor, Francisco Alcázar de Romo, fraile dominicano, pero el desenlace fue de una bestialidad extraordinaria. El imprudente fraile, que había viajado desde el Perú virreinal a meter las narices donde no debía, fue secuestrado una noche por manos desconocidas y castrado a cuchillo en las afueras de la ciudad. La historia, pintoresca y todo, revela un fondo enormemente oscuro. Y pienso que ahora vemos historias como ésta, que antes no veíamos o que no nos interesaban, porque el momento, a pesar de que hemos conseguido salir de la dictadura, sigue lleno de aspectos sombríos, de lastres, de rémoras, de memorias cercanas de brutalidad y de criminalidad.

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Acabo de conseguir un ejemplar y he comenzado la lectura del gran texto censurado de estos días, El libro negro de la justicia chilena. No es una obra, desde luego, que pueda gustarles mucho a nuestros actuales jueces y magistrados superiores, a pesar de que tiene matices y demuestra que hay muchos personajes y sectores rescatables de nuestro sistema judicial, e incluso, en casos determinados, admirables. En la tapa del libro vemos a tres monos sentados en sillas altas y con caras de intenso aburrimiento. Confieso que me tocó presenciar un alegato en la Corte Suprema, hace ya largos años, en la última etapa de un recurso de protección presentado contra la censura de un libro mío, y que la cara de hastío de los señores ministros era sólo comparable a la de los tres monos de la tapa del trabajo de la periodista Alejandra Matus. Los magistrados escucharon, fallaron a favor del Gobierno autoritario (como se decía entonces, con prudencia) y en contra de la libertad de expresión, y pasaron a otro asunto.

Ahora, después de la condena de este libro y del encarcelamiento de sus dos principales editores, me doy cuenta de que en aquella sala de la Corte Suprema, hace años, flotaba un miedo terrible a la palabra escrita. El Chile de pensamiento, de intelectuales libres, de instituciones bien fundadas y bien mantenidas había desaparecido. Los acontecimientos de ahora indican que estamos muy lejos de recuperar ese pasado y que es bastante probable, para desgracia de todos nosotros, que no lo recuperemos nunca. Revelan que la transición chilena es todavía más limitada y defectuosa de lo que nos imaginábamos, quizás con mucho de aquello que los ingleses llaman wishful thinking. Y demuestra, además, algo muy grave: que cuando se trata de defender determinados intereses, posiciones, prestigios falsos, la imagen exterior del país, la repercusión del caso fuera de las fronteras, no le importa a nadie un pepino. Porque la censura de un libro sobre la justicia, en la coyuntura actual, dentro de las circunstancias internacionales que todos conocemos, es exactamente la acción más nociva para la diplomacia de Chile y para su imagen externa que se podía realizar. Además, la lectura del libro, que nadie podrá parar a partir de ahora, adquirirá, a raíz justamente de su censura, una fuerza y un poder de convicción multiplicados. Porque el trabajo de Alejandra Matus, con posibles exageraciones, con algunas ingenuidades, es el producto de una investigación periodística larga, detenida, sin duda honesta. Eso se respira en cada página, y contra eso no hay censura que valga. En un país tranquilo, libre, bien organizado, seguro, un texto así pasa sin el menor problema. Además, se agradece, porque ayuda a entender y a enmendar rumbos. El asunto, con todo, tiene un aspecto positivo. Los medios de este país nunca se interesan de verdad, nunca ponen real atención en asuntos que tengan que ver con un libro. Un gol de Marcelo Salas, un cabezazo de Zamorano, un cuasi triunfo de Marcelo Ríos siempre son infinitamente más importantes. Los escritores, por otro lado, se estaban volviendo misántropos, solitarios, oscuros. Hoy día salieron todos de sus madrigueras, desde los sectores más diversos del espectro político, en una reacción entusiasta, unánime, y tuvieron una cobertura de prensa digna de futbolistas o de candidatos presidenciales. A mí me pareció interesante y estimulante: un indicio de que el espíritu todavía sopla debajo de nuestras toneladas de mediocridad y de hojarasca.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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