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Aplausos y excusas

Visitar el teatro de Epidauro, diseñado por Policleto el joven a mediados del siglo IV antes de Cristo, es acceder a una de esas maravillas de la civilización helénica y comprobar un verdadero prodigio de la acústica. Jorge Wagensberg, director del Museo de la Ciencia en Barcelona, atribuía el pasado domingo esas virtudes al supuesto trazado parabólico de la planta. Pero desconcierta observar cómo muchos de los mejores hallazgos de la arquitectura, de la acústica o de tantas otras técnicas quedaron sepultados por la incuria y fueron incapaces de transmitir su vigencia. Se impone la reflexión sobre el tiempo perdido para retomar logros antiquísimos que hubieran parecido establecidos para siempre; por ejemplo, en el campo de las ciencias. Parece que muchos avances perdieron su continuidad porque los técnicos, arquitectos en este caso, se desinteresaron por escribir la historia.

A lo mejor, porque dejaron de tener ambiente o porque en un momento dado prevaleció la imposición de la barbarie, mejor pertrechada, y así nos fueron las cosas. El mito del progreso indefinido, de la linealidad de la historia, debe ser sustituido por el reconocimiento de la realidad modesta en zigzag para evitar amargos despertares.

De ese parecer se muestra en el diario Abc Alberto Recarte, quien, aunque estaba llamado a grandes responsabilidades con el Gobierno de José María Aznar, ahora que parecen evaporadas, sigue manteniendo suficientes lealtades al PP como para advertir contra los errores del automatismo. Dice Recarte que el actual Gobierno podría caer en el error de pensar que la política económica que ha funcionado hasta ahora va a seguir haciéndolo automáticamente en el medio plazo. La tecnocracia, concluye nuestro autor, es pereza y conservadurismo; implica miedo, deseos de conservar el poder a cualquier precio y fe ciega en unas inexistentes fórmulas económicas que aseguran indefectiblemente la prosperidad. Un poeta, José Ángel Valente, lo dice mejor cuando advierte: "Lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido y esperar que la historia devane los relojes y nos devuelva intactos al tiempo en que quisiéramos que todo comenzase". Nadie puede garantizar el "España va bien".

Compruébese al efecto lo dicho por Recarte a propósito de los tecnócratas que tienen experiencias indelebles como la de Matesa -cuando lo del telar sin lanzadera y sin telar- o la de Sofico con la multiplicación indefinida de los panes, los peces y los valores. En todo caso, observemos que actores y políticos pertenecen a esa categoría bien definida por Milan Kundera de quienes no pueden vivir sin la mirada de una multitud de ojos anónimos. Entonces, como las miradas de sus homólogos del hemiciclo les resultan familiares, los más auténticos se imaginan ante las cámaras de televisión.

Así sucedió durante el pasado debate sobre el estado de la nación, cuando los líderes de los grupos parlamentarios estaban recibiendo la mirada, el aplauso y la protesta de ojos bien identificados.

Por eso, porque no son miradas anónimas las que les dirigían a los oradores cuando subían a la tribuna, el presidente del Congreso de los Diputados, Federico Trillo, amonestaba durante las sesiones del Pleno los excesos en que hubieran podido incurrir sus señorías mencionándolas por sus apellidos.

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Pero si los discursos preparados por los líderes de los grupos permiten un análisis de por dónde andan sus preocupaciones, las reacciones en forma de aplausos, murmullos y pateos permiten radiografiar, por un lado, a los grupos que encabezan y a sus afines, y, por otro, a sus antagonistas.

Hay líderes como Aznar que han llegado a dominar la fórmula para ganarse el aplauso de las propias filas, atentas a los latiguillos convenidos para prorrumpir en aplausos.

Hay otros como Almunia que viven de la espontaneidad de los aplausos sobrevenidos, y luego está Julio Anguita, consciente de que allí no está su público. Pero lo que ni éstos ni los otros líderes nacionalistas han hecho es pedir excusas por sus incumplimientos.

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