Hemingway JOAN DE SAGARRA
El sábado 1 de julio de 1961 moría en su casa de Meudon, en las afueras de París, Louis-Ferdinand Céline, víctima de una embolia. Al día siguiente, Ernest Hemingway se suicidaba en su casa de Ketchum, en el Estado de Idaho, con una escopeta de repetición Richardson. El jueves, 6 de julio, llegaba a la Rambla barcelonesa el Paris-Match con tres páginas sobre el suicidio de Hemingway y apenas media página sobre la muerte de Céline. No podía ser, y más tratándose del semanario del magnate Jean Prouvost, de otro modo. En 1961 reinaba en Francia el general De Gaulle, Céline era un colaboracionista que apestaba, que malvivía de los dineros de Gaston Gallimard, y Hemingway era un tipo que probablemente no le debería hacer demasiada gracia al general -aunque es probable que habría acabado tomando el té con él, invitado por Malraux; del mismo modo que De Gaulle acabó tomando el té con Franco en España con gran disgusto de Malraux-, pero en el que Francia -y De Gaulle era Francia- y su capital, París, veían en el célebre escritor norteamericano, premio Nobel de literatura, algo suyo. Efectivamente, Ernest Hemingway había liberado París. En agosto de 1944, con la ayuda de un tanque y un par de jeeps, Hem liberó la librería de su amiga Sylvia Beach, en el número 7 -¿o era el 12?- de la Rue de l"Odéon. Luego liberó Chez Lipp y, después de rellenar el depósito de su tanque de gasolina y la propia tripa de coñac, Hem se encaminó a liberar la cava del Ritz. Las crónicas no nos dicen nada sobre si también liberó el One Two Two, pero yo estaría dispuesto a jurar que así fue, incluido un convento de ursulinas. Al morir Hemingway, en 1961, poco antes de finalizar la guerra de Argelia -ahora ya podemos llamarla así-, su figura no hubiese desentonado en una imagen de Épinal, en la terraza de Fouquet"s, compartiendo un magnum de Mumm con Jean Gabin y el mariscal Juin. Ahora es distinto. Céline ya no apesta, y si todavía apesta para algunos irreconciliables, nadie le discute ser el mayor novelista francés de este siglo después de Proust. En cambio, Hemingway sigue en la terraza de Fouquet"s, más imagen de Épinal que nunca, y lo que es peor, amén de machista, asesino de los animales, aficionado a las corridas de toros y a las peleas de gallos, boxeador y borracho, se le acusa de ser un mal escritor. Y, para mayor inri, su hijo Patrick, en un homenaje a su padre celebrado en Boston el pasado mes de abril, nos deparó la exclusiva de que Hem tenía almorranas. No siento ninguna debilidad por el Hem que liberó París ni por el Hem de Épinal, el Hem de Fouquet"s, o el Hem que da nombre a uno de los tres bares del Ritz de la plaza Vendôme. Pero sí la siento por aquel chico de 22 años que en el mes de diciembre de 1921 llegaba a París. Siento una debilidad por aquel chico que escuchó a Gertrude Stein -escuchó, aprendió mucho- en su saloncito de la Rue de Fleurs; que se sentaba en la terraza de La Closerie des Lilas para compartir un vaso de vino blanco, o un jerez seco, o un whisky -según quien pagase la nota- con Ford Maddox Ford o con Blaise Cendrars. Siento una debilidad por el joven Hemingway de París es una fiesta, que yo me llevé a París en 1979, en la traducción de Gabriel Ferrater (Seix Barral). A la sazón, vivía yo en el bulevar Montparnasse -en el mismo edificio en que vivía Jean Eustache (La maman et la putain)-, esquina a la avenida del Observatoire, enfrente de La Closerie. Y, al caer la tarde, a eso de las seis y media, cruzaba el bulevar y me metía en La Closerie. Le daba 50 francos -100 cuando los tenía- al pianista, Yvan Mayer, para que me tocase algo de Cole Porter o del maestro Padilla, y me sentaba en una mesita, al lado de la cajera, para leer París es una fiesta. Me tomaba un whisky y me acordaba de lady Brett (The sun also rises), aquella chica que vivía en el paseo de la Bonanova, muerta en un accidente de coche, en Ibiza, ocho, nueve años antes, y a la que yo le había dedicado mis Rumbas. El París de Hemingway, en 1921, fue una fiesta. Como lo fue el mío, en 1979, en parte gracias a él, a Hem, en su, en nuestra Closerie des Lilas. Para colmo, la carta de los cócteles iba ilustrada con un dibujo de Grau Sala. No sé si París sigue siendo hoy una fiesta. Confío en que sí, a pesar de Hermès, de La Maison de la Catalogne, de los japoneses y del Inserso de Mollerussa. Confío y deseo que en alguna mesa de La Closerie haya hoy un chico de Tucson, de Palermo, de Bergen o del Raval que descubra París es una fiesta, que París es una fiesta, cuando vea a Ava Gardner (lady Brett) sonreírle en su copa. Y ojalá pille unas buenas almorranas.
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