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El "déficit cultural" europeo

La prensa ha reflejado una considerable apatía de los ciudadanos ante las elecciones europeas, manifestada en tasas de abstención considerables que sólo han resultado paliadas parcialmente en España por la coincidencia con las elecciones internas. Y ello a pesar de un cierto voluntarismo favorable de los medios de comunicación, a través de los cuales las campañas electorales han intentado movilizarnos a los ciudadanos con discursos sobre el euro, el crecimiento, la inflación, los fondos estructurales, las ayudas agrícolas... que parecían animarse sólo con escandalosos incendios locales como los del lino. En suma, todos los partidos han apelado fundamentalmente a los bolsillos europeos y, muy en segundo plano, a la transparencia y la democracia. La gran ausente ha sido, una vez más, la cultura. Se podría continuar argumentando que el origen de la Unión Europea fue un tratado económico. Pero esa Comunidad, tantas veces calificada de "Europa de los mercaderes", parecía haberse superado en las últimas décadas, cuando se reconoció que no era posible construir Europa sin una progresiva unión política ni una mayor identidad cultural. En política se extendió entonces la apelación al "déficit democrático". En un sentido complementario, la tan citada expresión -seguramente apócrifa- del padre de la construcción europea, Jean Monnet, según la cual "si volviera a comenzar, empezaría por la cultura", parecía simbolizar una corrección de los derroteros de la Unión.

La política audiovisual europea no comienza, en efecto, sino por la catalogación de la televisión como "servicio" económico. Y el audiovisual, como adelantado de la política cultural, sirvió sobre todo para poner de relieve las confrontaciones múltiples entre intervencionistas y neoliberales, entre maximalistas y minimalistas de la idea europea, entre partidarios acérrimos de la europeización frente a defensores inquebrantables de la Europa de las patrias. En medio de esas luchas, apenas pueden citarse el Programa Media y la Directiva de Televisión sin Fronteras como realizaciones prácticas. Aunque el Tratado de Maastricht despertó nuevas esperanzas al recoger, por fin, aunque fuera de forma subsidiaria a los Estados-miembro, la necesidad de favorecer la cooperación y el apoyo a la creación artística, literaria y audiovisual.

En definitiva, en el plano político el Parlamento Europeo ha conseguido mayores competencias y su reciente "rebelión" contra la Comisión es todo un símbolo. Pero la cultura, y la comunicación como compañera inseparable, continúa siendo el furgón de cola de la construcción europea. La nueva Directiva de televisión ha mantenido todas sus ambigüedades anteriores y continúa exigiendo unas cuotas que favorecen el proteccionismo nacional, pero no al intercambio europeo, sin adaptación alguna a las transformaciones profundas sufridas por el audiovisual en estos últimos años. El programa MediaII sigue disponiendo de presupuestos bajísimos, con experiencias interesantes pero absoluta incapacidad para orientar siquiera la evolución del mercado. Y los nuevos programas de acción sobre otras áreas de la cultura, como Caleidoscopio (apoyo a los sectores artísticos clásicos) o Rafael (conservación de bienes culturales) han contado con presupuestos ridículos para varios años y quince países. Los propios servicios de la Comisión, en suma, estimaban que la Unión Europea dedicaba en 1997 un 0,12% de su presupuesto total a la cultura en todas sus formas, en retroceso constante además desde 1995.

Y, sin embargo, documentos e informes de la Comisión han reconocido reiteradamente a la cultura como "fuerza motriz de la sociedad y la economía europeas de hoy". La han catalogado de "factor de identidad, de confianza y de cohesión social para los individuos y los territorios". Han estimado que las industrias culturales mueven en Europa, incluyendo los oficios artísticos, casi tres millones de empleos y que constituyen una cantera fundamental de crecimiento económico y de trabajo estable para el futuro. Y, sobre todo, han insistido en que la industria de creación de contenidos, de programas y servicios, era el resorte "estratégico" para la Era Digital y la Sociedad de la Información. Y que el gasto público y privado en este campo constituía, pues, una inversión de futuro de gran efecto multiplicador de arrastre.

Nada de ello ha hecho mella en el temor que parecen inspirar los asuntos culturales a la Comisión Europea ni en su terror a ser tachada de intervencionista, aunque se reconozca que sin apoyo público no es posible en un futuro próximo una industria cultural europea fuerte. Como se explicitaba ingenuamente en el informe que clausuraba el plan de acción para apoyar al formato 16:9, el de la televisión digital del futuro, aunque no se hubiera alcanzado una masa crítica de receptores ni de programas, el riesgo de "cultura de dependencia" y "distorsión de la competencia" por las subvenciones aconsejaba centrar la fe en el "porvenir comercial".

Naturalmente, hay sensibilidades hacia la cultura y la comunicación muy diferentes en la Unión Europea. Y la Dirección GeneralX, encargada de la cultura y el audiovisual, ha impulsado en los últimos años una importante reflexión sobre el futuro digital, aunque sus realizaciones prácticas hayan sido escasas y, en algunas ocasiones, se haya dejado ganar por los discursos tecnológicos utópicos y del librecambismo puro. Habrá que ver cómo se desarrolla en ese sentido, en el clima de retrocesos europeístas y recortes financieros generado en Berlín, el propuesto Primer Programa Marco de la Comunidad Europea a favor de la Cultura, que nacía ya con presupuestos muy limitados para cinco años, sorprendentemente desgajado de la política audiovisual y escasamente orientado hacia las nuevas redes de comunicación.

También se han comprobado en estos años muy diferentes tendencias en el Parlamento Europeo, habitualmente más atento a las cuestiones sociales, aunque su influencia efectiva fuera pequeña hasta ahora. Generalmente, los parlamentarios conservadores han defendido dejar la cultura y la información al albur de cada país y del mercado, aun a sabiendas de ese mínimo de doscientos mil puestos de trabajo que Europa pierde cada año por su déficit audiovisual con los Estados Unidos, e incluso después de contemplar la impotencia de la UE ante la reciente fuga de la mayor reserva europea de derechos musicales y audiovisuales, la que atesoraba Polygram, hacia manos estadounidenses. Por su parte, los partidos de izquierda han sostenido una mayor intervención pública en apoyo de la cultura y la comunicación, como factor clave también de la construcción europea. Pero los cruces, las confusiones y las defensas miopes de intereses nacionales a corto plazo han sido frecuentes y recorren todos los grupos parlamentarios y todas las ideologías.

Sería por eso bueno que los partidos europeos, los españoles en lo que más directamente nos toca, explicitaran en sus programas, sus comunicaciones e incluso sus mítines, cómo entienden la construcción cultural europea; qué proponen hacer para apoyar al libro, a la industria fonográfica y audiovisual europeas; cómo pretenden impulsar la creación artística y la difusión y participación de los ciudadanos europeos en su/s cultura/s, en singular y en plural. E incluso si hay una "tercera vía" en este campo, capaz de concertar los esfuerzos públicos y el empuje de las empresas privadas. Quizás descubran que una parte creciente de los ciudadanos españoles y europeos no vota sólo con el estómago, sino también con la cabeza, con la razón y los sentimientos. Y que muchos votantes somos cada vez más conscientes de que la calidad de vida no reside sólo en el crecimiento económico, con toda su importancia. Sino también en cuestiones como el medio ambiente, la participación democrática o la creatividad y disfrute de nuestra propia cultura.

Enrique Bustamante es catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad Complutense.

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