Nuevos municipios
JAVIER UGARTE La ciudad, el pueblo o la parroquia -el espacio urbano en definitiva, pues también el campo hoy en Europa se ha urbanizado por proximidad espacial, de gustos o de hábitos-, es ese lugar donde se desarrolla nuestra actividad cotidiana, nos relacionamos con los más próximos. Es el territorio en el que mejor combinan tradición y progreso, donde mejor se fusionan continuidad y experiencia de un lado con el cambio y los proyectos colectivos de futuro (sin que ello implique, a diferencia de otros empeños en colectividad, menoscabo alguno del individuo). Es donde, más allá de intangibles programas sobre el papel, se concretan los proyectos financieros, económicos, culturales o intelectuales. Donde se materializa la política de servicios con nuestros ancianos, y se planifica nuestra calidad de vida, donde se resuelven los problemas de desplazamiento cotidiano atendiendo a las dos velocidades que incorpora la vida de hoy (la del peatón y la del coche), donde se contemplan los problemas de la calidad del ocio y la cultura. En fin, el sitio donde se resuelven la infinidad de cuestiones que hacen que nuestra vida sea algo más placentera o sea un infierno (es un decir). Y, también, el lugar de nuestros afectos tórridos y nuestras fobias más lacerantes. No es pues un lugar cualquiera para cada uno de nosotros; es, tal vez, la escala de nuestra vida en comunidad que más nos interesa. El pasado 13 elegimos a unos cuantos miles de ediles; y, en concreto, a los nuestros -a los suyos y a los míos, quiero decir-; a ésos que van a regir en los próximos cuatro años el destino de ese espacio que nos es tan caro. Y, la verdad, inquieta ver el modo en el que se están desarrollando las cosas cara al próximo 3 de julio. Inquieta ver el modo en que se están conduciendo las negociaciones y los fundamentos que parecen inspirar los inminentes pactos municipales. Parece que otros fines, ajenos a los locales, prevalecen absolutamente a la hora de moldearlos. Nuestro sistema electoral no contempla un procedimiento que maximice la influencia del votante en los resultados, que rectifique sucesivamente el voto hasta obtener mayorías deseadas por el electorado. No ocurre como en Australia (o, sin ir tan lejos, en Irlanda, tan admirada por lo demás), en donde, con el sistema de voto preferencial o transferible (uno para la primera elección, otro como segunda opción, un tercero como tercera, y así sucesivamente) el votante jerarquiza a los candidatos de modo que no quepa duda sobre su voluntad respecto a la opción de gobierno que elige; que no ocurra que el gobierno recaiga en aquella opción que más ciudadanos rechazarían (para ello, si una candidatura no obtiene la mayoría simple, se elimina la primera opción de la menos votada y se cuentan las segundas preferencias de estos votantes; así hasta que una candidatura obtenga el 50%). Aquí, por contra, lo que no resuelve el votante en las elecciones, queda en manos de posteriores pactos entre partidos. Son éstos los que en última instancia interpretan la voluntad del elector al concretar sus alianzas. De la responsabilidad y la inteligencia de los partidos depende que el gobierno sea el más querido e idóneo. Sin embargo, las pasadas elecciones municipales y forales en el País Vasco se vivieron como la segunda vuelta de las autonómicas del 98. El eje de debate que prevaleció fue el mismo: tregua, Lizarra, modelo de organización territorial, frentes, identidad o ciudadanía. Se hurtó cualquier otro debate (y, en concreto, el municipalista). Y uno ve con inquietud que es exclusivamente sobre aquellos razonamientos sobre los que se están articulando de nuevo las alianzas forales y locales. Siendo eso lo correcto en el caso de las Diputaciones (pues no son sino prolongación foral del ejecutivo de Vitoria), puede resultar catastrófico para los ayuntamientos. El gobierno de los consistorios debería surgir de coaliciones que respondieran a equilibrios y objetivos locales, y, especialmente, que tuvieran claro un proyecto de ciudad (para San Sebastián, Vitoria o Irún). Nos jugamos demasiado en ello si es cierto que es la escala de nuestra vida en comunidad que más nos interesa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.