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Tribuna
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La privatización de la socialdemocracia

Casi desde sus inicios el antagonismo entre izquierda y derecha se apoya en la distinta consideración de las relaciones entre capitalismo y democracia. Si para los conservadores y los liberales las libertades políticas son indisociables de la libertad económica propia del sistema capitalista, para las opciones de progreso la acumulación de capital que es larazón de ser del capitalismo conlleva la concentración de la riqueza y del poder en unas pocas manos, lo que es incompatible con la satisfacción de la mayoría y hace imposible su aceptación por los ciudadanos. Acumulación capitalista y legitimidad democrática son por ello inconciliables. Socialismo y comunismo, anclados en el marxismo, postulan la sustitución radical del capitalismo por un nuevo orden social, mientras que la socialdemocracia aspira a su transformación mediante una acción redistributiva y una política solidaria ejercidas desde y por el Estado. La fuerte expansión económica, que tiene lugar después de la Segunda Guerra Mundial y que se prolonga durante más de 25 años, permite una alta retribución del capital simultánea del pleno empleo y de un sostenido aumento de salarios, lo que dota a la socialdemocracia y a su más conocido producto -el Estado de bienestar- de una notable capacidad de atracción.

Pero, en la década de los setenta, la crisis económica y el paro que la acompaña cuestionan el pacto Estado-capital-trabajo y problematizan la legitimidad del sistema. Desde la perspectiva critica, James O"Connor y, sobre todo, Habermas sostienen que la incapacidad del capitalismo para responder a los imperativos económicos sin enfrentarse con la mayoría de la población inscribe la incompatibilidad entre requerimientos económicos y políticos en el corazón del sistema y produce una crisis doble y permanente: de racionalidad y de legitimación.

En los años ochenta, el descalabro de la Unión Soviética, la esclerosis del marxismo y las disfunciones del Estado, cada vez más amplías y generalizadas, constituyen la ideología liberal en el único referente valido. Los partidos socialistas que todavía no han abjurado del marxismo se apresuran a hacerlo y la social democratización del socialismo es unánime. El viraje continúa y los partidos socialdemócratas que aún siguen manteniendo fuertes vínculos con los sindicatos los van cortando en un país tras otro: Portugal, España, Italia. Exit el trabajo y el estado. Touraine, en 1980, nos anuncia que el socialismo ha muerto y Dahrendorf, ese mismo año, sentencia la socialdemocracia.

El manifiesto Europa: la tercera vía, el nuevo centro que Blair y Schröder lanzan el pasado 8 de junio es el punto final de este proceso. Meta de llegada que nos devuelve, casi sin añadidos, a la posicion de la derecha civilizada europea, que desde Ludwig Erhard y su economía social de mercado, pasando por Giscard d"Estaing y Helmut Kohl, ha venido revindicando el apelativo de centro e impuestosus grandes temas: frente a la vieja retórica política, la modernización de las practicas sociales, y el primado de la económia; frente a la imposible igualdad, la posible equidad y el mérito nivelador; frente a la esterilidad de la burocracia pública, la fecundidad de la iniciativa privada; frente al conflicto, el consenso. Pero lo más sorprendente de este cambio de contenido y de propuestas, por lo demás absolutamente legitimo, no es la incoherencia o el cinismo de seguir pretendiéndose socialdemocrata sino la endeblez de sus soportes teóricos y la inconsistencia de su desarrollo, lo que no es imputable a los dos líderes políticos que son sus voceros sino a sus mentores ideologicos, Anthony Giddens y Bodo Hombach que en La tercera vía y en Una salida, la política del nuevo centro lo han elaborado.

En Le Monde Diplomatique de julio analizo con algun detalle ambos textos.En cualquier caso el modelo que se nos propone no puede decirse ni nuevo ni socialdemócrata. A no ser que hablemos de una socialdemocracia para uso de liberales, de una socialdemocracia privatizada.

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