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Carlsson

De pronto, con la obligada marginalidad de las necrológicas, este nombre, el de Henry Garvis Carlsson, se ha puesto de pie en la memoria. En su Suecia nativa ha muerto, ya viejo, a los 82 años, el que fue jugador del Atlético de Madrid en una de sus épocas más gloriosas. Todo el mundo lo conocía por Carlsson. Jugaba, si mal no recuerdo, de interior, con Ben Barek, Juncosa y Escudero, entre otros. Era rubio, alto y fuerte. Uno de los pocos extranjeros de la época. Yo nunca lo vi jugar, pero sí recuerdo, nítida, fulgurante, su despedida en las páginas de un diario deportivo, el preciso pie de foto: "Carlsson cuelga las botas". El niño que uno era no entendía exactamente lo que significaba la frase, aunque la intuía con más o menos claridad. El niño padecía una de esas dulces gripes de la infancia que tenían los niños de entonces cuando leyó aquella frase, y no dejó de hacerse preguntas: "¿Por qué se retiraba aquel mozallón?, ¿por qué era viejo ya para el fútbol? y ¿qué significaba ser viejo?". La única verdad era que Carlsson colgaba las botas, y se veían al fondo de la foto las verticales gradas del estadio Metropolitano, y Carlsson quizá, puede que sí, alzaba las manos grandes en señal de despedida. Todo sucedía en un Madrid borroso y legendario, al que el niño del Sur se asomaba a través de las rendijas de aquel diario deportivo.

Después, la imagen se fue diluyendo, desleyendo, hasta borrarse casi por entero, aunque por entero no, porque ahora han bastado las líneas de una necrológica para que, 47 años más tarde, la imagen perdida haya vuelto nítida y pujante, y colgada de las letras de tipografía del mismo periódico que le traía a aquel niño su madre hasta la cama diciéndole que no leyese demasiado porque se iba a fatigar. Debía de ser, más o menos, un día de la primavera de 1952, porque todo se inclina en la memoria hacia aquella fecha, porque aquel niño ya leía de corrido los periódicos, pero no hacía mucho tiempo de aquello.

Carlsson era ya viejo entonces para la práctica del fútbol; ahora Carlsson se ha hecho ya viejo para la vida. Un puente de abismo se tiende entre aquel 1952 y este 1999, entre aquella mitad del siglo y este final sin concesiones, porque todos los de aquella mitad de siglo nos hemos gastado, nos hemos consumido mucho. Un puente que la memoria trata de salvar, de neutralizar, como si de pronto fuera el 52 y Carlsson luciera por última vez la camiseta rojiblanca y un niño andaluz se estuviera deleitando en las páginas de un periódico deportivo y en los cuidados que, por su artificiosa enfermedad, le dispensaba su madre.

Carlsson, como otros jugadores de la época, eran semidioses para el niño. Semidioses, héroes de un planeta verde y luminoso. Héroes que aparecían en estampitas brillantes y casi sagradas que los niños se cambiaban con unción. Si ya su vejez era difícil de aceptar para el niño, otro pensamiento más siniestro todavía hubiera resultado imposible. De hecho, Carlsson ha vivido desde entonces muchos, muchos años, aunque ahora de golpe no parezcan nada, porque la vida es eso, pasa y nunca parece que pasa, hasta que un día una noticia se destaca sobre las demás y viene a decirte que tienes que levantarte, que ya está bien de estar en la cama, que Henry Garvis Carlsson ha abandonado todos los Metropolitanos de este mundo.

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