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DÍAS EXTRAÑOS El hombre máquina RAMÓN DE ESPAÑA

Puede que tuviera algo que ver la inminente celebración del Sónar, pero el caso es que hace unos días tuve una epifanía músico-tecnológica. Me hallaba zapeando convulsivamente, comprobando una vez más que es perfectamente posible disponer de cuarenta y tantos canales de televisión sin encontrar en ninguno de ellos nada estimulante, cuando recalé en MTV. Estaban emitiendo un vídeo asaz psicodélico protagonizado por unos esqueletos danzantes (¿qué se habrían tomado?) y una chica tan guapa como perpleja (¡no era para menos!). La música, un amasijo de sonidos electrónicos de efectos extrañamente euforizantes, me puso en un estado de agradable tensión que no sentía desde la época, ya lejana, en que amargaba la vida de mis vecinos poniendo a todas horas los discos de Kraftwerk. Título de la canción: Hey boy, hey girl. Autor: los Chemical Brothers. Sintiéndome como uno de esos viejos seniles que se fugan del hogar familiar y cuya nuera los acaba encontrando en un bar de top less dando la brasa a las camareras, me lancé a la calle en busca del disco en el que se incluía esa canción. Una vez en la tienda más cercana a mi domicilio, me dirigí a la sección de tecno y dance como si fuera algo que hago todos los días y me hice con el disco que yo creía buscar. Antes de pagar, de todas maneras, intenté asgurarme de que no estaba metiendo la pata. "¿Éste es el último de los Chemical Brothers, verdad?", le pregunté, dándomelas de entendido, a un dependiente de aspecto entre grunge y granujiento que me miraba perdonándome la vida y que lucía en la nariz un pendiente en el que se le había solidificado un moco. "No", me respondió, "es el primero. El que usted busca aún no ha salido". Acto seguido cayó en un mutismo satisfecho, en vez de añadir: "¡Sus intentos de hacerse el moderno son tan patéticos como inútiles, carcamal!". Es una lástima que conservara la educación, pues eso me impidió soltarle un sermón acerca de la evolución de la música electrónica durante los últimos 40 años, tema en el que voy bastante fuerte. Puede que ahora no me entere de gran cosa (a pesar de los siempre didácticos comentarios de mi amigo César Sala, alias Chop Suey), pero recuerdo perfectamente la época en que las máquinas empezaron a dotar de ritmo, energía y sentimientos a la música pop. No hace falta remontarse al año en que el ingeniero Robert Moog inventa el sintetizador que lleva su nombre ni rememorar las chifladuras electrónicas de Walter Carlos (intérprete de Bach que acabó cambiando de sexo y adoptando el bonito nombre de Wendy). Tampoco merece la pena prestar atención a aquel inmenso ladrillo sonoro que dio en llamarse "música planeadora" y que tuvo en los teutones Tangerine Dream su principal espanto. Pasemos por alto las chorradas (con pretensiones) de Emerson, Lake y Palmer, y las memeces (sin más pretensión que ganar dinero) de Giorgio Moroder (aunque la canción Song of my father, que compuso para Chicory Tip, propició el auge de un aparato llamado mellotron). Pero si nos instalamos a principios de los años setenta y recordamos lo que hacían Kraftwerk y Roxy Music, tendremos un buen punto de partida para entender lo que ha sido, durante los últimos 25 años, esa reordenación del ruido que es la música tecno. Puede que en el camino se haya perdido ambición intelectual y que mucha gente sólo busque en el tecno un ruido que le ayude a digerir mejor las pastillas que acaba de apretarse, pero es indudable, y el éxito del Sónar lo demuestra, que las máquinas han puesto bastante más que un grano de arena a la hora de la evolución en la música popular. Como la energía nuclear, las máquinas no son buenas o malas en sí. Tan idiota es creer que van a salvar al rock and roll como considerarlas émulos diabólicos del rencoroso HAL 9000. Todo depende de quien las haga funcionar: si son los Pet Shop Boys o algún otro tecnomoñas, échate a temblar; pero si son los Chemical Brothers, puede que tus pies y tu cerebro lleguen a un acuerdo muy satisfactorio. La música pop es algo demasiado serio para dejarlo en manos de adolescentes que se suenan en su propio piercing.

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