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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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Elecciones y toros JOAN DE SAGARRA

El pasado domingo, después de ir a votar nos fuimos a los toros. En el cartel de la plaza Monumental se anunciaban seis toros -cuatro de Jandilla y dos de Garcigrande- para los matadores Rivera Ordóñez, José Tomás y El Juli. Casi lleno, algo poco frecuente en la Monumental: llegué 20 minutos antes de las siete y ya se habían terminado las almohadillas. Había una gran expectación por volver a ver a El Juli, el niño torero -un niño de 19 añitos-; el enfrentamiento del niño con Rivera Ordóñez. Expectación que se puso de manifiesto al iniciarse el paseíllo y que se tornó escandalosa cuando Rivera Ordóñez optó por recibir a porta gayola al primero de la tarde después de haberlo brindado al público. Sin embargo, el triunfador fue José Tomás: cuatro orejas y salida a hombros. Escribe Néstor Luján en su Historia del toreo (Destino, 1954): "Hasta 1913, fecha de la aparición de Juan Belmonte, el toreo ha sido una lucha ornamentada, una fiesta de la muerte del toro. Es duro tener que decir que la muerte de los toros era una fiesta para los españoles. También será duro tener que confesar que, a partir de Juan Belmonte, es sólo un espectáculo. No sé hasta qué punto hay en ello un matiz de civilización o de barbarie". Yo tampoco lo sé, pero asumo lo que en ello pueda haber de civilización o de barbarie -¿por qué no asumir la parte de barbarie que nos corresponde del espectáculo taurino, en comparación con la barbarie del serbio nacionalista y torturador, de los fabricantes de pollos belgas o del imperio de la Coca-Cola? ("in Coca-Cola veritas", decía mi tío Larry (Durrell). Y qué veritas: dolores de cabeza, fiebre, vómitos...). Yo me aficioné a los toros de niño, cuando ya llevábamos 30 años largos de espectáculo taurino. Todavía pillé, en la Monumental barcelonesa, de la mano de mi padre -amigo de Belmonte y buen aficionado a los toros-, alguno de lo últimos mano a mano entre Manolete y Arruza. Viví el toreo como espectáculo y enfrentamiento, sin percatarme del morbo que envolvía aquella plaza de mediados de los cuarenta, pero elegí: Arruza. Como elegí el domingo: José Tomás. Hacía mucho tiempo que no veía en la plaza de los Balañá una faena en los medios como la que realizó Tomás con su primer toro. Después de los insultos y de la sarta de estupideces que ha recibido, no de los amigos de los animales, sino de aquellos que defienden a capa y espada que los toros son "un espectáculo ajeno a los gustos y aficiones de los catalanes", una fiesta española y franquista, la afición de la Monumental forma una piña y en tardes como la del pasado domingo es capaz de llegar al delirio: cuatro orejas para Tomás (yo le hubiese dado tres: dos en el primero y una en el segundo), una oreja para Rivera Ordóñez (en Las Ventas o en la Maestranza sevillana no se la hubiesen concedido) y dos vueltas al ruedo para El Juli, en clamor de multitudes. Con carteles como el del pasado domingo -y unos toros que no eran ninguna maravilla, pero sí infinitamente mejores que en muchas otras ocasiones-, una afición se crece y se autodignifica. Con razón. Ojalá ese cartel no sea una excepción. Ojalá los descendientes de don Pedro Balañá, aquel Balañá que apostó por Arruza -lo trajo seis veces consecutivas- y por tantos otros toreros, se percaten de que éste es un buen momento para reactivar y, sobre todo, mantener satisfecha la afición barcelonesa. La Barcelona del 2004, la célebre Barcelona del foro de las culturas -que todavía no sé a qué huele, a qué sabe, salvo a la colonia y a las pitanzas del señor Mascarell-, bien podría ser la de la definitiva resurrección de la Monumental y de la añorada capitalidad catalana de los toros. No será fácil, pero el momento es bueno. Se habla de diversidad, de mestizaje, de tolerancia... ¿Por qué no incluir en el paquete esa afición, esa porción de barbarie taurina, mucho más tolerante que la de los Boixos Nois? El pasado domingo, en la Monumental, mientras Tomás mostraba al público las dos orejas de su primer toro, yo pensaba en la inminente muerte política de Pilar Rahola. Y pensaba también en mi amigo Salvador Távora, al que le prohibieron representar su Carmen -con la lidia y muerte de un toro- en esa misma plaza; mi amigo Salvador, con el que, año tras año, compartimos tendido en la Maestranza sevillana. No será fácil. Pero el momento parece propicio para que se reconsidere la ley (catalana) que prohíbe a los menores de 14 años acudir a los toros aunque sea en compañía de sus padres. Los Balañá -que viven del cine, del teatro y de un turismo torero dócil, cuando no inculto- tienen mucho que decir. Y si la respuesta es afirmativa, la afición seguirá.

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