Competencia a medias
La implantación de normas precisas que eviten la aparición de monopolios, distorsiones en los mercados y abusos sobre los consumidores es una de las exigencias básicas de una economía avanzada; máxime cuando se forma parte de un mercado común como el del euro. Por esa razón, la reforma de la Ley de la Competencia, que aprobó ayer el Consejo de Ministros y que inicia ahora su trámite paralamentario, debe ser acogida con satisfacción moderada. Contiene elementos muy aprovechables, como la exigencia a las empresas de que notifiquen las operaciones de fusión y concentración siempre que superen el 25% del mercado nacional de cada sector o si las ventas de las empresas integradas superan los 40.000 millones de pesetas. También es un avance que el Tribunal de Defensa de la Competencia pueda actuar de oficio para investigar las ayudas públicas que pueden desvirtuar la igualdad de oportunidades en el mercado. Todas estas mejoras eran necesarias, igual que el endurecimiento de las sanciones para erradicar conductas abusivas o la teórica independencia financiera que se concede al Tribunal de Defensa de la Competencia (TDC). Pero el proyecto de ley se queda a mitad de camino en la formación de los instrumentos de control que requiere una economía compleja. El TDC queda parcialmente inutilizado si, además de la facultad de vigilar los movimientos de concentración de empresas o los acuerdos clandestinos para fijar precios, no se le dota de capacidad para intervenir de oficio en la prevención y corrección de tales distorsiones. El TDC, tal como está configurado en la nueva ley, no es un organismo regulador de la competencia, con poder y autonomía para imponerla por encima de los intereses políticos. El mercado español debe contar con un regulador fuerte y neutral para que las prácticas abusivas no tengan que ser irremediablemente resueltas desde Bruselas.
Las mejoras legales en defensa de la competencia son imprescindibles; sin ellas no existen instrumentos para actuar sobre la economía real. Pero la aprobación de leyes no es un recurso milagroso que resuelva todos los problemas. La norma puede convertirse en un cascarón vacío sin el hábito social de utilizarla. Además de aprobar una ley en el Parlamento con todas las mejoras posibles, los agentes políticos y sociales deben esforzarse en convertir en costumbre la denuncia legal de quienes pervierten el mercado y abusan de los consumidores.
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