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El mar del pueblo

Antonio Elorza

Ni siquiera fue algo original. La aparente ocurrencia de Julio Anguita, proponiendo el procesamiento de Javier Solana como criminal de guerra, fue un simple eco de la exigencia formulada en su presentación oficial por el nuevo ministro de Relaciones Exteriores de Fidel Castro. Lo mismo que cuando hace diez años se puso el pin con la consigna fidelista de "rectificación", elogiaba a Alvaro Cunhal por su calidad de miembro de "la familia comunista" o reanudaba las relaciones con el PC checo, rotas tras la primavera de Praga, Anguita da así una prueba más del valor que en sus actuaciones políticas asigna a la identidad. Incluso después del desmoronamiento del mundo comunista. A su juicio, la OTAN bombardeaba a Milosevic porque éste era "de izquierdas". Frente al líder serbio se alzaban las fuerzas del Mal, instrumentos de la vocación imperialista del capitalismo. Dicho de otro modo, la estructura bipolar de las relaciones internacionales habrá desaparecido en la realidad, pero no de la cabeza del coordinador de Izquierda Unida. Para él, no existen matices ni elementos de complejidad. Ponerse a pensar en las razones del hundimiento del bloque comunista le convertiría, reproduciendo la escena bíblica, en estatua de sal. Pase lo que pase, tiene que seguir en la senda de redención que él mismo se ha trazado y para iluminar ese camino se aferra a todo clavo ardiendo que de cerca o de lejos justifique su maniqueísmo. De ahí la suicida implicación en la crisis de Kosovo. No fue una exaltación ocasional, sino la consecuencia necesaria de su visión dualista de la política. En el fondo, había que probar que si el comunismo soviético ya no estaba ahí, permanecían intactas las razones para su supervivencia. Esto es, para la supervivencia del PCE bajo la máscara de IU, para la de Anguita como su líder supremo, guía autodesignado de la verdadera izquierda.

Y por lo que se ve, con vocación de eternidad. En este punto convergen, afortunadamente para él, su formación religioso-autoritaria y la concepción del liderazgo acuñada por el estalinismo. De otro modo no podría entenderse el encaje de un personaje tan cargado de connotaciones derechistas en su discurso con los restos de la mentalidad comunista. Pero dada la situación agónica en que se hallaba el PCE de los años 80, el mesianismo vino a compensar la falta de ideas y, sobre todo, de cara a eventuales fracasos, entró en juego la noción religiosa de que la verdad reside en el mensaje, y no en la aceptación que éste obtiene en la sociedad coyunturalmente. Por eso Anguita, a diferencia de Carrillo en 1982, no dimite, expulsando hacia el electorado la responsabilidad de su derrota: en palabras suyas, la campaña electoral de IU, su campaña, resultó modélica, y en consecuencia no está dispuesto a tolerar en el futuro que se quite una sola coma a su discurso. El redentor siempre está en lo justo, suposición que enlaza directamente con la señal de infabilidad que es propia de los líderes comunistas a partir de Stalin. No hay, pues, que pensar en la dimisión por el simple hecho de que casi un millón trescientos mil votantes desertaran de la buena causa. Su único riesgo es que los demás dirigentes del PCE renuncien a participar en el suicidio colectivo que les ofrece para el año 2000.

Es un escenario que, como ha sugerido recientemente Javier Pradera, recuerda demasiado a los peores momentos de la Tercera Internacional, en los días del "clase contra clase". Dirigentes como Frutos, Anguita o Alcaraz, como antaño un Ignacio Gallego y un Pere Artiaca, son descendientes directos de los Stepanov y Codovilla, quienes mientras Hitler iba hacia el poder se dedicaban a fabricar esquemas teóricos ilegibles con los que aparentemente resultaba garantizado el éxito de la revolución. Entonces, con el refuerzo de la URSS como bandera; ahora, ideológicamente desnudos, pero tan dogmáticos como antes. De hecho, como en el famoso "programa, programa" de Anguita, se trata de la fijación de un dogma cuyo contenido es lo menos, pero que legitima la descalificación del otro, y en primer término, de las restantes fuerzas de la izquierda, satanizadas por el solo hecho de no compartirlo. Así su destrucción, independientemente de lo que sea o haga la derecha, se convierte en objetivo político principal. En el caso español, el abrumador predominio del PSOE impidió la definición de esa perspectiva por mucho tiempo, pero mediados los noventa, la doble crisis de la corrupción y de los GAL ofreció la ocasión soñada: el 13,5% de los votos en las europeas en 1994, los resultados de las administrativas en el siguiente año parecieron crear la plataforma desde la que Anguita lanzaría su proyecto. Nada de alianzas con una izquierda que no lo es, aunque eso nos cueste caro también a nosotros y el beneficiado sea sólo el PP. Había que mostrar a la sociedad española, según un planteamiento clásico en el comunismo de izquierda, que sólo la vanguardia de los trabajadores (ahora de la izquierda), una vez depurada de reformistas y traidores, ofrece la solución válida.

El concepto de "alternativa", central en su discurso desde las primeras intervenciones hace once años como secretario general del PCE, refleja mejor que ningún otro ese propósito de soledad hegemónica. Tuve ocasión de escuchar su explicación en el curso de la reunión celebrada por el vértice de IU en la mítica casa del doctor Caba en la sierra, a mediados de noviembre de 1988. Ante las dudas expresadas por un asistente sobre la pertinencia de que Anguita siguiera hablando una y otra vez de construcción del socialismo, el antiguo maestro, precedido de una oda al proletariado triunfante declamada por Ignacio Gallego, desplegó su capacidad didáctica en unas pocas frases. Lo importante era definir con claridad la alternativa al orden existente, con un programa que antes o después sería votado. Llegaría entonces el momento para las grandes reformas, la fiscal, la nacionalización de la Banca. La burguesía no lo resistiría, levantándose, profecía que acompañó el orador con un gesto de ambas manos. Y entonces, "a...". Ya estábamos en el socialismo. ¿Ensueño original? Tampoco en este caso... Sustituyendo guerrilla por triunfo electoral definitivo, era la transferencia a España del modelo de la revolución castrista.

Si las ideas de fondo han experimentado cambio, no lo sabemos. Pero sí es claro que la alternativa, así entendida, se asocia de forma encubierta al concepto leninista de vanguardia, y por eso exige la doble tarea de forzar el desgaste de los competidores en la izquierda (el PSOE en nuestro caso) y la eliminación de toda tentación unitaria -condenada en cuanto reformista- dentro del propio campo: la secuencia de eliminaciones, de Nueva Izquierda a Iniciativa per Catalunya, y el proyecto subsiguiente de conquista de CC OO, son consecuencia lógica y la expresión de esa voluntad punitiva respecto de las demás fuerzas de izquierda, en la mejor tradición de la Tercera Internacional. Por eso mismo, bajo Anguita y Frutos, aquí con el concurso impagable de Madrazo, IU ha recuperado la vieja propuesta cominterniana de apoyar al nacionalismo más radical como medio para erosionar al Estado burgués. No son meras suposiciones: ahí están la presencia subalterna de Ezker Baua en el Pacto de Lizarra y, en fecha más reciente, la gira de Anguita y Madrazo para promocionar el producto de las mesas de negociación al estilo Lizarra.

Los resultados de este ingreso en el túnel del tiempo al encuentro de la política comunista tradicional no han sido desdeñables. Un discurso de guerra fría, la pérdida de posiciones del conjunto de la izquierda en las administraciones, la reducción a la impotencia de Nueva Izquierda y de Iniciativa per Catalunya, y, en definitiva, según ha podido apreciarse en las últimas elecciones del 13-J, la anulación de los esfuerzos de tantos militantes y dirigentes de nivel medio en IU que pura y simplemente ofrecían políticas con medidas concretas realizables, a la izquierda de un PSOE en crisis. ¿Qué relación existía entre las reformas, discutibles pero bien elaboradas, propuestas por Inés Sabanés o por Ángel Pérez para Madrid, y los acentos apocalípticos de los discursos de Anguita? Para cerrar el círculo con un trasvase forzado de votos, por los propios errores, a un aparato del PSOE que así puede olvidarse de pasados sobresaltos y atenerse a la consigna dada por Felipe González de restaurar el orden.

Balance final: un campo de ruinas a la izquierda del PSOE. Dados los rasgos del personaje, es perfectamente explicable que Anguita aspire a seguir presidiéndolo. Como probablemente ni siquiera habrá leído a Lenin, ignora la predicción del fundador, en el sentido de que la obra del partido se hunde si éste pasa a ser lo contrario de una gota en el mar del pueblo. Un pueblo que le ha expresado bien a las claras su rechazo.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamento Político de la Universidad Complutense.

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