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Respuestas iguales a las mismas preguntas

EMILIO ALFARO Cuando el comentario más original que se le ocurre a un político sobre los resultados de las elecciones en Euskadi es que demuestran que la nuestra es "una sociedad compleja", dan ganas de preguntarle dónde ha vivido durante los últimos veinte años. Porque no otra cosa que diversidad y complejidad en todas sus facetas -ideológica, social, geográfica, cultural, linguística...- expresa la sociedad vasca cada vez que se le consulta. Y ya van unas cuantas desde que se abrió la espita democrática. Es por ello que la palabra plural referida a ella ha dejado de ser un adjetivo para incorporarse como algo sustantivo de la realidad social; algo constituyente, no circunstancial, de lo vasco. Sin embargo, escuchados en las madrugadas electorales, los términos "pluralidad" o "complejidad" no suenan a datos conocidos de partida, sino a obstáculos que se pretendía despejar con los comicios y que, una vez tras otra, permanecen ahí, molestos, obstinados, inamovibles. Siempre es más cómodo construir de cero, sobre terreno expedito y virgen, pero esa aspiración suele verificarse en el campo de la arquitectura; en el de la política, muy raramente. La política requiere adaptarse a la realidad, incluso para intentar cambiarla y promover nuevas mayorías. Pretender alterar esa realidad sin tenerla en cuenta conduce a tropezarse con ella y a sorprenderse luego del traspié. Pero el síndrome de transición pendiente y de arquitectura inacabada que nos afecta en Euskadi conlleva otra adulteración del sentido de la política. Es lo que ocurre cuando un partido, en lugar de ofrecerse a resolver los problemas que aquejan a los ciudadanos, pretende que sean ellos quienes le hagan el trabajo solucionándole sus problemas y despejando sus dudas existenciales en las elecciones. Ejemplos de esta "política tentativa" -de tantear y moverse a tientas- suelen darse por término medio cada cuatro años para volver al punto de partida: el de la pluralidad de la sociedad vasca, que, más o menos, es la que había ya en 1979. Está demostrado que los electores no acostumbran a contestar preguntas que no se le exponen previamente con claridad. Por el contrario, en ocasiones responden de forma negativa -como castigo- a aquéllas que se les trata de colar de matute. No es una hipótesis atrevida aventurar que algo de esto ha ocurrido, pese a sus diferencias, en las las dos últimas elecciones celebradas en Euskadi, las autonómicas de octubre y las del domingo. Sólo quien pensara en la pluralidad como una desgracia de este pueblo pudo creer que la desaparición de la violencia traería la simplificación de lo complejo. Era mucho más lógico pensar que, suprimidos el crimen y la amenaza como argumentos políticos, la diversidad consustancial a la sociedad vasca se expresaría con mayor ímpetu y en más lugares que antes. Bien está que Euskal Herritarrok se felicite de sus resultados y siga descubriendo gozosamente que, en democracia, resulta más rentable solicitar el voto con propuestas y argumentos que hacerlo a tiros. Pero es posible -y deseable- que el resto del aprendizaje tenga que hacerlo en solitario, sin regalos ni ventajas por parte de quienes le han seguido por el camino de Lizarra-Damasco. El PNV ha descubierto en mal momento -a principios de año le toca renovar sus órganos de dirección- que la suma es la operación política más difícil y que las "apuestas arriesgadas" tienen un precio elevado cuando se dejan desguarnecidos los flancos a los competidores. El PSE pudo comprobar el domingo que tiene un electorado estable y dispuesto a perdonarle casi todo, si no hace tonterías. Y los populares tienen ante sí el reto de convertir el lenguaje de la resistencia al nacionalismo, por el que han sido gratificados en Álava, en un discurso positivo e integrador adecuado a los nuevos tiempos. Está finalmente la incógnita de IU, condenada por su gente a encontrar las señas de identidad perdidas. ¿Con o sin Madrazo?

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