Jardinero
Dos horas a pie por la vereda tenía que caminar don Diego Álvarez de Toledo y Prieto-Villegas, un indio maya que así se llamaba, hasta llegar a casa del ama Teresa donde cuida el jardín. Vestido de blanco, con guaraches y jorongo, este indio diminuto con nombre de conquistador llegó aquella mañana un poco demorado al trabajo. Había pasado toda la noche en la sala de espera del hospital donde su hijo Dieguito, de tres años de edad, había sido internado con urgencia por una fiebre súbita con vómitos. El criado don Diego Álvarez de Toledo con el sombrero en la mano y sin levantar la vista del suelo pidió excusas a su ama por la tardanza. "Dispense, señora -murmuró- pues hasta las ocho no ha salido el doctor para decirnos que Dios se había llevado al cielo a Dieguito". La señora, que no poseía ni un tercio de apellidos que su jardinero, quedó compungida al saber que aquel indito maya había andado tanto camino para decirle que su hijo había muerto esa mañana y viéndolo entero y sin lágrimas dispuesto a trabajar ese día en el jardín pese a que Dieguito le esperaba metido en una caja blanca, pensó qué grado de insensibilidad no tendría aquel ser ante la muerte. Tal vez esta pobre gente estaba tan acostumbrada a sufrir que la dulzura en el rostro engendrada por el dolor se confundía con la vida. "Por Dios, váyase usted, don Diego, a enterrar a su hijito". Pero el jardinero le contestó que las rosas también le necesitaban. Sin duda aquella señora no estaba capacitada para distinguir qué era resignación, qué era fidelidad, qué era amor a un hijo muerto, que era amor a las rosas vivas. De hecho el criado maya don Diego Álvarez de Toledo estuvo trabajando todo el día en el jardín. Extendió el mantillo y trasquiló la hiedra mientras a dos horas de camino en el poblado su familia también adornaba al muertito con su traje blanco, con guirnaldas de papel de colores y algunas medallas. Al terminar la jornada el criado pidió permiso a su señora para cortar las seis mejores rosas del jardín. Cuando el sol ya doblaba se vio caminar por la vereda a don Diego Álvarez de Toledo y Prieto- Villegas que volvía a casa con las flores en la mano apurado por llegar a la hora del entierro. Nunca un hijo tuvo en su muerte unas rosas mejor cultivadas. Caminaba vestido de blanco sin lágrimas, con polvo en los guaraches de una tierra que nunca sería suya, con una dulzura en el rostro que siempre sería la de toda la humanidad que se dolía.
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