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Más "cornás" da la urna

Miquel Alberola

En las inmediaciones de la plaza de toros había algunos cabestros de distinto pelaje sorbiendo vermú, a la espera de que asomasen los cochazos de los apoderados y poder matar el rato. Desde las cinco de la tarde, dos centenares de autobuses habían estado descargando aficionados y embutiéndolos en los tendidos para que viesen a seis oradores, seis, pero sobre todo a ese torero líder y liberal al que la plaza de Valencia ya se le queda pequeña y que estará en los carteles del próximo San Isidro. Mientras esta figura se ponía en el hotel la camisa con chorreras y la taleguilla muy ceñida, ayudado por su mozo de espadas, Gregorio Fideo, una tropa de animadoras con pompones de colores trataba de mantener la tensión en la grada con coreografías muy inquietas. El coso había sido repartido en compartimentos estancos para cargos oficiales, candidatos y algunos tratantes de ganado. Para entonces, a pie de faena, Rafael Blasco ya estaba con el disco duro encendico. No lejos de él, ya había algunos apoderados con la camisa muy abierta y mordiendo un cigarro. Entre tanto los conductores chupaban una colilla junto al Mercedes. El asunto estaba a punto de estallar, y la afición a duras penas se contenía con un vídeo sobre las hechuras del diestro. Con el retraso habitual, sonaron los clarines del PP e irrumpió la cuadrilla en paseíllo. Alguacilillos, matadores, banderilleros, picadores, monosabios y mulillas entraron en tromba por un pasillo de vallas que desembocaba en los tercios. A estas alturas, el espectáculo ya estaba a medio camino entre una corrida, un partido de béisbol y el festival de Eurovisión. Quizá por eso Zaplana dio la vuelta al ruedo antes de lidiar y se fundió en un abrazo con ese torero lisiado llamado Vicente Ruiz El Soro. Primero salió el peón de brega Fernando Giner a dar unos capotazos al patriotismo chico, hasta el sudor frío. Se lo brindó enseguida al primer espada, con querencia irrefrenable, lo que despertó algunas sonrisas con muela de oro. Sonaron de nuevo los clarines y el banderillero José Joaquín Ripoll se le anticipó al picador Carlos Fabra. Fabra tuvo que quedarse al quite, mientras Ripoll trataba de sacar el toro de los tercios, pero no se le ocurrió otra cosa que hablar del río Segura, y el olor llegó hasta la bandera. El picador varilarguero quiso paliar el arreón de la oposición con puyas de cruceta, pero cuando iba a dar el puyazo la carioca invocó a Aznar sin parar y a echar capullos a Zaplana. Nadie sabe para qué saltó ese espontáneo llamado José Manuel García Margallo. Lo hace cada cuatro años y desaparece sin dejar rastro. Menos mal que Rita Barberá salió en estampida por el patio de chiqueros, pero su afonía le segó el trapío. Esta torera bronca dio un estoque de galletazo y pidio urnas repletas de gaviotas, lo que le valió el agasajo de Pepe Marqués, El Titi y otras reliquias vivientes. Hasta que por fin sonaron los clarines definitivos. Y le llegó el turno a ese torero líder y Jovellanos que enseguida hizo el lance del delantal, dio una gaonera, unas revoleras y se puso la capa en la espalda para hacer el bú, como si fuera Joselito. Entonces cambió a la muleta, hizo unos adornos para dar el derechazo moderno y explicó lo mal que torearon los socialistas, que dejaron la plaza en la ruina. Se aceleró con el AVE y las autovías y soltó una estocada a volapié, pescuecera, al catalanismo. Y se quedó a la suerte suprema, asustando a la plaza: "No están aseguradas las dos orejas y el rabo". Y salió a hombros, por la puerta grande.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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