Habrá nervios
En los primeros días del año 2000 miles de hombres empezarán a escribir una carta a sus clientes, proveedores, alumnos, amantes, padres y hermanos y pondrán en el encabezamiento Barcelona, Bogotá o Nueva York y seguirán 1, 2 o 3 de enero, y querrán acabar con el año, de 20..., y antes de que puedan poner todos los ceros de la cifra se quedarán paralizados como sólo una preposición puede paralizar a un ser humano. Yo no sé cómo di en pensar en esto, en creerme uno cualquiera de estos seres -aunque creo que la verdad está siempre en las hojas del rábano-; pero desde que hice el descubrimiento no paro de darle vueltas, de rellenar papelillos con una sucesión de lugares, días, meses y años, que luego leo en voz alta para decirme no, no, de ningún modo. Hasta el 31 de diciembre de 1999 no hubo problemas, eso me dije muy al principio. Hasta ese día la elipsis que traza de 1999 funciona con normalidad y la secuencia original de el año 1999 se contrae suavemente en de 1999. Una consecuencia natural del uso, que ya antes había hecho desaparecer, por ejemplo, la preposición a del enunciado "Barcelona, a 31 de diciembre de 1999". La lengua es fricción, mucha fricción hasta que todo se lubrica. Por si acaso, aunque me parece mandato reciente, los gramáticos recomiendan que en la transcripción de los años no se incluya un punto entre los miles y las centenas (1.999), como es común cuando se trata de otro tipo de cantidades. Supongo que se trata de apuntalar la elipsis y de ofrecer una huella visible del año, de la palabra elidida. Pensé también que en catalán esa contracción mantiene el rastro de una anterior, la resultante de unir la preposición y el artículo: aunque en algunos registros parece una familiaridad excesiva encabezar una carta escribiendo Barcelona, 31 de desembre del 1999. Pero me evité explorar las relaciones entre la confianza y las lenguas, pues bastantes problemas tenía con lo que se estaba avecinando. La Edad Media se avecinaba. O aún de más atrás. "¿1 de enero de 1?", "¿1 de enero de 1000?". Empecé los garabatos. No, no pude obtener satisfacción hasta escribir "1 de enero de 1101". Veloz fui hasta donde no estaré, mucho más allá de mi tiempo, y funcionaba: "1 de enero de 2101". Tal vez no de una manera tan impecable, pero funcionaba. Hice una pausa y me levanté de la silla, en busca de libros y de páginas al azar, de jurisprudencia. El señor Santiago Udina Martorell, en una Historia de España que muestra a Agustina de Aragón en la cubierta, casi nunca transcribía los años moros a solas: "Cuando se produjo la invasión musulmana en el año 711...". Y si alguna vez evitaba el año, jamás el artículo: "Mientras tanto, los visigodos se asentaban de acuerdo con el pacto del 418". En cambio Indro Montanelli, en su Historia de los griegos se andaba, secamente, sin contemplaciones. Él o su traductor Domingo Pruna: "En la isla de Samos donde nació en 580..." (era Pitágoras). En Vernet, Lo que Europa debe al Islam de España, encontré una vacilación deliciosa: "Los califas que se sucedieron en el trono cordobés desde el 15 de febrero de 1009 hasta el año 1031". Con paciencia que nunca tuve, traté de establecer una ley general a partir del examen de los casos particulares. Esto fue engorroso y hubo momentos de gran desánimo. Por otra parte, la consulta a los particulares cercanos -o a los maestros: hablé con Seco una mañana, pero no me sacó de dudas- entorpecía más que ayudaba: ciegos subjetivismos desatados. Hoy me alzo, aunque un poco en precario, dispuesto a sostener la falsedad de mis pesquisas: y digo que la elisión de la palabra el año necesita en el castellano de mi tiempo un año de verdad, un año como Dios y nuestra memoria lo manda, un año con sus millares, sus centenas y sus unidades. Las decenas, si están, mucho mejor: pero no son imprescindibles. Cuando la certidumbre del año no se manifieste, hay que ayudarle con el artículo o el vapor que quede de su contracción: "... del 2000", por ejemplo. He llegado a este punto sin engañarme acerca de sus consecuencias: a partir del año 2000 nunca jamás encabezaré una carta con la facilidad deslizante de otrora. Si escribo "1 de enero de 2000", me parecerá estar computando una estadística: no habrá manera de reconocer allí un año ni la melancólica música de su acordeón. Si opto por "1 de enero del año 2000", el énfasis sólo podrá soportarse los primeros días. Si me decido por "1 de enero del 2000", es probable que todas las restantes líneas de la carta rezumen la misma insoportable vulgaridad. Llegaremos al 31 de diciembre de 1999 con una noción determinada de lo que es un año: una gruesa y ordenada combinación de millares, centenas, decenas y unidades, ceñida por una preposición, cuando lo ocasión lo demanda. Pero al día siguiente todo habrá cambiado y la realidad presentará sus nuevas exigencias de tratamiento. El uso pule -precisamente a lametones- las aristas de la lengua. Pero al principio siempre hay nervios. Nadie pensó que el efecto 2000 fuera gramático.
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