_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Unificar Europa

Antes de plantearse si es propio intervenir o no en este mortal zafarrancho de los Balcanes, habría cabido preguntarse ¿por qué ahora?; así como si hay precedentes de que una o varias potencias decidan intervenir en los asuntos internos de otra nación sin que medie un interés material directo de los intervencionistas como parece ocurrir en este caso. A fin del siglo pasado el estadista liberal británico Gladstone se escandalizaba en dolientes panfletos del inicuo trato que daba el imperio otomano a sus súbditos búlgaros, pero siempre estuvo claro que lo que sufría el patricio inglés era una angustia sólo personal perfectamente compatible con que el colonialismo británico siguiera prefiriendo un imperio otomano debilitado a ningún imperio, para no facilitar con esa indignación la progresión de Rusia hacia los Dardanelos. Retrocediendo aún otro siglo reparamos en la paz de Kuchuk-Kainardji, que ponía fin en 1774 a una de las variadas guerras entre otomanos y zaristas, con la que San Petersburgo quiso atribuirse un derecho formalmente muy parecido al de la injerencia humanitaria, que hoy se esgrime para justificar los bombardeos sobre Yugoslavia a fin de detener la limpieza étnica de kosovares. Por ese tratado Rusia se atribuía el derecho de tutela sobre las poblaciones ortodoxas del imperio, y en ese argumento se apoyaron las sucesivas intervenciones del zarismo en los dominios otomanos de Europa, donde se concentraban sus hermanos de fe ortodoxa. Pese a ello, ninguna cancillería dudaba de que San Petersburgo, cualesquiera que fuesen los sentimientos personales del autócrata de todas las Rusias, obraba básicamente movido por un reflejo de poder al hostigar a Constantinopla. En tiempos más próximos, la intervención de las potencias democráticas a favor de la II República Española no habría comportado injerencia alguna, aunque sí habría tenido mucho de humanitaria, porque nada habría preferido más el republicanismo español que esa acción, que no llegó a producirse. Ya en plena actualidad, la intervención aliada de 1991 en el Golfo era una contienda de poder puramente político -incluso más que de petróleo-. Un sátrapa periférico pensaba que la aparente falta de un orden mundial tras el fin de la Unión Soviética creaba una ventana de vulnerabilidad que le permitiría, impunemente, convertirse en el poder regional dominante y, por ello, en interlocutor privilegiado de Washington, el único superpoder sobreviviente al paso arrasador de Mijaíl Gorbachov. El propio ultimátum de la OTAN a Yugoslavia se parece bastante al del Imperio Austro-Húngaro a la propia Serbia en 1914, tras el asesinato de los archiduques en Sarajevo, del que la aceptación de todas sus demandas habría reducido a Serbia a la condición de mero protectorado. Belgrado se sometió entonces a todo menos al derecho de intervención de Viena en la propia Serbia, lo que se asemeja enormemente a lo que parece que ha aceptado el líder yugoslavo, Slobodan Milosevic: entregar Kosovo, pero no el territorio serbio a la inspección enemiga. Pero nadie hablaba entonces de humanidades. Estamos, quizá, por tanto, ante un riguroso inédito. En Yugoslavia, a diferencia de todo lo anterior, se bombardea desinteresadamente, o, como dice Felipe González, por vergüenza. ¿Qué ha ocurrido entonces en el mundo para que 1999 sea el primer año de una nueva y diferente era? En primer lugar, se da la posibilidad material de que Occidente pueda intervenir con riesgos tolerables en el problema de Kosovo. La desaparición de la Unión Soviética a finales de 1991 liquida un sistema de equilibrio llamado bipolar, en el que estaba bien definida toda una serie de prerrogativas y limitaciones de las dos superpotencias. Únicamente la crisis de los misiles en 1962 había parecido hacer vacilar esas columnas de Hércules del duopolio soviético-americano, sólo para acabar reafirmando el sistema, que mostró su solidez con la ira decepcionada de Castro porque no se había ido hasta el enfrentamiento en la cumbre si era necesario. Con la Unión Soviética en activo es muy dudoso, o imposible, que hubiera desaparecido Yugoslavia, y, con ello, que los kosavares creyeran que tenían posibilidades de alcanzar la independencia. Eso le habría ahorrado, de paso, a Milosevic el trabajo de convertirse en el personaje al que Occidente más se complace hoy en detestar. Es la destrucción de la bipolaridad la que permite bombardear Yugoslavia, sin excluir por ello que la motivación occidental albergue un fuerte componente humanitario. Ese fin de la bipolaridad ha dado lugar en los últimos años a la inevitable búsqueda de una nueva estructura de equilibrio, que los atlantistas más convencidos querrían que fuese directamente la unipolaridad norteamericana, con los parches europeos que se quiera. Instalados en esa unipolaridad, en cualquier caso, parece inevitable que la OTAN aspirara a convertirse en el seguro brazo armado de un esbozo de gobierno occidental del planeta, fuera o no éste formalmente declarado. Pero, por falta de aparente voluntad política de Estados Unidos, y carencia de dirección unificada en Europa, esa unipolaridad, caso de que sea materialmente factible en la medida en que deja fuera a Rusia, China y la India, sólo puede ser de carácter tendencial. Las cañoneras de la reina Victoria pagaban en el siglo XIX el precio en sangre que fuera necesario para sostener el imperio más universalmente hegemónico que ha conocido el planeta. En cambio, el poder norteamericano se retira de Somalia en 1993 -intervención menor que es la que más merece hasta la fecha el calificativo de injerencia humanitaria- porque sufre 18 bajas mortales, así como los dolores del parto ante la idea de lanzar una operación terrestre contra Serbia. Cortesía de la guerra de Vietnam, que perdió Estados Unidos, Milosevic se enfrenta a un enemigo que, por ahora, actúa con un brazo atado a la espalda. ¿Ha inaugurado entonces la desaparición de lo que Reagan llamó el imperio del mal, un tiempo, aunque sólo sea de aproximación a lo unipolar, en el que pueden desplegarse plenamente los buenos sentimientos, antes atenazados por el combate contra el maligno? Lo que ha inaugurado es, por lo menos, un tiempo de despliegue; del que sea. Occidente ha perdido el miedo, vacila la socialdemocracia, se hacen las cuentas con mucho más afán del Estado-Providencia, y, sobre todo, se pasa lista. Admitiendo que la Unión Soviética ha de recibir un tratamiento especial, como corresponde a un ex de casi todo: del comunismo totalitario, pero sin que por ello haya ingresado plenamente en el club de las democracias; del grupo a dos de los superpoderes, sin que por ello se haya convertido en una segundona como Francia o el Reino Unido; o del señoreo del átomo y del espacio, sin que por ello sea ahora un Estado desnuclearizado, ni que renuncie a sus desvencijadas pruebas espaciales. Durante un periodo seguramente largo de observación y convalecencia, a la espera de ver de qué lado cae, habrá que tratar a la vieja dama eslava con escuetos pero suficientes miramientos, como ocurre ahora en el caso de Kosovo. Pero con sus ex satélites la cosa cambia. Amontonados para pedir el ingreso en la OTAN y dispuestos a colaborar al castigo de Belgrado; hecho el copo estratégico de los Balcanes, con Croacia encantada de pertenecer al mismo bando de Su Santidad, Eslovenia deseando que la confundan con Austria, Macedonia, incómoda con que se le llene la casa de kosovares pero resignada a colaborar contra Milosevic, Albania totalmente adquirida por la Alianza, y hasta Montenegro deseando soltar amarras de la tan nueva pero ya tan gastada Yugoslavia, sólo queda fuera una Serbia que no corre a guarecerse bajo las banderas del Occidente armado. En septiembre de 1991 el presidente de lo que todavía era Checoslovaquia, Václav Havel, anticipó algún interrogante, que se trata de resolver en este fin de siglo, diciendo que a la desaparición del "segundo mundo socialista" habría que elegir entre la unificación de Europa bajo la égida del Primer Mundo, el Occidente liberal y de economía de mercado, o la instalación de una nueva bipolaridad entre Occidente y los "dejados de lado en la marcha hacia la libertad". Lo que no adivinaba Havel es que la unificación se hiciera bajo las bombas y la limpieza étnica. Esta Serbia encarna hoy la bipolaridad del pobre. Dadas todas esas condiciones: ausencia de patrón en Moscú, aislamiento de Belgrado, personalidad especialmente aviesa del culpable a castigar, dominación occidental casi completa de los Balcanes, es por fin posible desplegar sentimientos como los que albergaba William Ewart Gladstone, pero ahora con la capacidad de actuar dentro de ese esquema de unipolaridad incompleta. La injerencia humanitaria ha de ser, por ello, selectiva: a cada uno según las necesidades de quien la dispensa; no, según los méritos intrínsecos de cada caso. ¿Por qué, cuándo, contra quién, y quién puede ser el siguiente? parecen hoy las preguntas que conviene formular a la hora en que Occidente decide hacer el bien con la pesada mano de su fuerza aérea. Por eso será tan importante determinar si la Alianza ha ganado tan absolutamente o no la guerra de Yugoslavia; porque de la calidad y naturaleza de esa victoria dependerá que haya comenzado una nueva era en la historia del planeta

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_