Intelectuales
LUIS MANUEL RUIZ Coincidiendo con los fastos de la campaña electoral, José Saramago se dio una vuelta por Sevilla y Córdoba, con la excusa más o menos solapada de asistir a la presentación de una tesis doctoral que tenía por objeto su obra; el caso es que Saramago, consecuentemente con sus posturas acerca del papel del intelectual en la vida social, aprovechó para refrendar su apoyo a los candidatos de un partido de izquierda y compartir algunas fotos con esos flamantes rostros que pueblan las farolas. Saramago pertenece a la vieja guardia de la literatura, se alinea dentro de las filas de autores engagés que comenzaron a estar pasados de moda a finales de los sesenta. Hasta entonces, alumbrados por Sartre, Camus y toda esa pléyade de clarividentes francófonos, los intelectuales tenían por indiscutible que jugaban un importantísimo rol social y político, que su opinión era esperada y admitida en cuestión de dilemas gubernamentales y que la altura de su posición les obligaba a emitir veredictos sobre las cuestiones cruciales que atañían a los destinos de la nación. Pero 30 años más tarde esa participación se ha vuelto ociosa, el intelectual se ha desentendido en la mayoría de los casos de la realidad circundante: no se sabe si la opinión pública ha abandonado al escritor y al filósofo o si han sido ellos, perdidos en su onanista mundo de abstracciones, quienes han decidido prescindir de las minucias domésticas de la vida de cada día, dedicando a la galería, todo lo más, un artículo de fondo políticamente correcto en algún suplemento dominical que no les salpique cada semana. Hoy, que se tiende cada vez más a volcar la política en el espectáculo, a confundir la gestión pública con el negocio de hamburguesas, hoy que priman los altavoces sobre las propuestas precisas impresas en los programas, un último alegato como el de Saramago sobre la importancia del mensaje se antoja tan caduco como imprescindible. En la era de la política posmoderna importará, como en todo, más el continente que el contenido, y la diferencia entre agrupaciones dependerá meramente del signo del estilista; contagiados por la euforia yanqui, reduciremos las épocas de elecciones a debates televisados y malos pugilatos dialécticos cada media docena de noches. Quizá estos gestos de intelectuales puedan hacernos recordar que la política sucede más a ras de la calle, que hay cuestiones mucho más perentorias e importantes que la vis fotográfica de tal o cual aspirante a alcalde. Simultáneamente a las apariciones electorales de Saramago, Mario Benedetti confesó que no entendía por qué recibía el premio de poesía Reina Sofía, por qué en España, que siempre se había limitado a seguir su literatura con una benevolente indiferencia. A nadie se le escapa que la de Benedetti es una de las obras más políticamente comprometidas y más corajudas de estos descafeinados años de la no intervención: el ímpetu del uruguayo casa perfectamente con ese concepto de intelectual afiliado que Saramago vindica. Suele decirse que la política, que Borges identificaba como una variante del tedio, se ha convertido en nuestro tramo finisecular en una vulgar reyerta entre gallos de corrales rivales; pero quizá el dictamen de Platón todavía no tenga que estar alejado de nuestras conciencias y necesitemos el concurso de los hombres sabios para ver la luz donde no se producen más que oscuras diatribas de sofistas.
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