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De Pristina a Pekín

En la gran ópera estadounidense de George Gershwin, Porgy and Bess, hay un aria titulada: 'No tiene por qué ser así'. Es posible que Estados Unidos sea la única superpotencia mundial, pero la incesante repetición de tal afirmación no demuestra su veracidad. Los recientes acontecimientos no demuestran la existencia de una capacidad nacional para adaptar de manera coherente los medios a la consecución de fines. Parece haber demasiadas contradicciones inherentes a la política como para que Estados Unidos las venza. Los fines morales, políticos, económicos y sociales de la política exterior estadounidense son tan contrapuestos que las disensiones dentro del Gobierno, el Congreso y la opinión pública son mucho más visibles que los acuerdos. De hecho, el debate se lleva a cabo a la sombra de una torre de Babel ideológica: las partes pasan de hablarse a gritarse sin solución de continuidad. Y lo que es peor, el debate está confinado a un segmento de población muy pequeño, dejando a los demás en manos de la ignorancia (así como con el conformismo) de los medios de comunicación. Buena parte del programa de los políticos se elimina cuando nuestros ciudadanos (o el 40%, o como máximo el 50% que lo hace) votan, y la política exterior no es un elemento importante en la actual discusión política. El desastre de Kosovo, al que Estados Unidos condujo a los obedientes europeos, resulta instructivo. No hay duda de que la decisión de Clinton de insistir en una acción militar inmediata estuvo influida por una preocupación por los derechos humanos. El presidente teme con razón que Estados Unidos no pueda sobrevivir el próximo siglo como una isla de diversidad racial, religiosa y cultural, inmersa en un mar de chovinismo, xenofobia y guerras étnicas y religiosas. Pero ha hecho poco por introducir un mínimo decente de coherencia en la política de derechos humanos. El Departamento de Estado aprueba la presentación de cargos contra Milosevic, pero bloquea la ayuda al juez Garzón en el caso de Pinochet. Tanto para los aliados como para los adversarios, el ataque a Serbia es una demostración de fuerza. A los europeos se les demuestra, un vez más, que, a pesar de su falta de unidad y su debilidad, tienen la suerte de contar con socio tan avezado y benévolo. A los rusos se les dice que reconozcan que en su situación actual no deberían intentar actuar como una gran potencia. El mensaje para otros, como los recalcitrantes chinos, es que Estados Unidos tolera poca oposición.Los chinos sospechan que el bombardeo de su Embajada en Belgrado formaba parte del mensaje. Quizá; pero también puede que tengan una opinión demasiado elevada de nuestra capacidad política y técnica. Los estadounidenses, cuyos impuestos son malgastados por organismos de "inteligencia" de inexpugnable estupidez, no consideran inverosímil que haya sido un error. Después de todo, lo más raro en la historia de la CIA es el éxito. El canciller Schröder exigió hace poco que nuestro presidente diera plena cuenta del suceso. Da por supuesto que puede extraer la verdad a su burocracia, y que, en caso de conseguirlo, estaría dispuesto a decírsela a sus colegas extranjeros. Cada una de ellas es una hipótesis insostenible. Mientras tanto, un episodio terrorista en Italia coincide con las dudas públicas del Parlamento y el Gobierno italianos sobre la forma en que se está llevando la guerra. Buena parte del terrorismo italiano fue obra de las agencias de espionaje italianas, nostálgicas del fascismo y corrompidas con dinero extranjero. En otras palabras, el terrorismo rojo era a menudo bastante negro (o rojo, blanco y azul). Quizá hayan resucitado las Brigadas Rojas. Y quizá también sean verdad las recientes informaciones sobre las estatuas que lloran en las iglesias italianas. Es una cuestión de fe.

Lo que ya no es cuestión de fe es la idea de que la OTAN es una alianza de iguales. El mando político y militar de la alianza no es predominantemente estadounidense; es exclusivamente estadounidense. Los portavoces de prensa británicos, los generales alemanes e italianos y el secretario general español de la OTAN se parecen cada vez más a los personajes secundarios de un drama de Brecht: responden a los designios de fuerzas más grandes que ellos, pero por sí mismos son prácticamente irrelevantes. Quizá, en el futuro, los europeos estén dispuestos a pagar el alto precio económico y político de la independencia, y a compartir la carga del ejército europeo propuesto por Romano Prodi.

Ha habido ejemplos de independencia en el pasado. DeGaulle sacó a Francia de la estructura militar de la OTAN y manifestó lo que otros europeos pensaban y no se atrevían a decir: que Vietnam era un desastre. Los socialdemócratas alemanes elaboraron una política de acercamiento a la URSS a pesar de las dudas estadounidenses, y los cristianodemócratas alemanes la continuaron. Un ministro liberal de Asuntos Exteriores alemán (Genscher) manifestó a Estados Unidos que "no deberíamos modernizar nuestras armas, sino nuestras ideas". Ninguno de los países europeos aceptó la obsesión norteamericana por mantener a China fuera de la ONU, la guerra permanente a Cuba o el apoyo incondicional al peor comportamiento de Israel. No está muy claro por qué ahora que se ha acabado la guerra fría, los europeos se muestran más sumisos, y no menos, ante la voluntad de Estados Unidos.

Es una política que, de continuar en el próximo siglo, puede conducir a la catástrofe global. La frágil estructura del orden internacional posterior a la guerra fría ha quedado destruida. Las frenéticas idas y venidas de los políticos apenas ocultan su total incapacidad para controlar los acontecimientos. La actual es una crisis menor si la comparamos con la que podría estar por venir. La derecha estadounidense está dispuesta a abrir una nueva guerra fría: con China. La hostilidad hacia China es casi tan vieja como la República. En los siglos XIX y XX, muchos protestantes aportaron fondos para convertir a los infieles chinos a las doctrinas de la Biblia y al uso del jabón. En Estados Unidos, a los chinos se les negaron los derechos de ciudadanía durante mucho más tiempo que a los antiguos esclavos negros. La Revolución Nacional china y su fase comunista se interpretaron como una ingratitud imperdonable. La singular mezcla de racismo y arrogancia cultural pervive. El Partido Republicano, y algunos demócratas, convierten a China en un demonio. La industria de armamentos necesita contratos, los Guerreros Fríos en paro necesitan trabajo. ¿Qué mejor manera de sacar jugo a la idea de poder ilimitado de Estados Unidos que prepararse ya para el gran enfrentamiento del próximo siglo? A los europeos no se les dará la opción de seguir su propio rumbo, como no se les ha escuchado respecto a Kosovo.

En Estados Unidos, no sólo aguarda un serio debate sobre su papel en el mundo, sino también otro sobre unas materias que no son el centro de la atención nacional, como el aumento de la polarización económica del país, la falta de adecuación de los servicios públicos y, sobre todo, lo incompleto de nuestra democracia. Aquellos que dirigieron la política exterior estadounidense en los comienzos de la guerra fría fueron, a menudo, despiadados, pero eran patricios con cierto sentido de la responsabilidad histórica. Los de ahora son luchadores oportunistas, preocupados tan sólo por sus carreras profesionales y su fortuna. Eso explica, en parte, su incompetencia. Es improbable que de la noche a la mañana surja un nuevo grupo de líderes, con una renovada devoción por la res publica. En cualquier caso, una nueva política exigiría la ardua y dolorosa reeducación de la ciudadanía estadounidense, a quien se le ha dicho que el mundo, desde Pristina a Pekín, gira en torno a Estados Unidos. No es inconcebible que los europeos contribuyeran al realismo de Estados Unidos, demostrando su independencia. Eso fortalecería los argumentos de los corpernicanos del país, que ahora luchan contra una visión ptolomaica del mundo tan rígida como una cosmogonía medieval.

Norman Birnbaum es profesor en el Centro de Leyes de la Universidad de Georgetown.

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