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Doblemente ciegos ANTONI BOSCH

Menudo mes de junio aguarda a los últimos estudiantes de COU. Primero deberán pasar las pruebas de acceso a la Universidad. Unos días después sabrán si pueden matricularse en su facultad preferida. ¿Preferida sobre qué base? Lamentablemente, en la mayoría de los casos, sobre la base de una colosal ignorancia. Sorprende, choca incluso, el grado de desconocimiento mutuo que rodea las transacciones entre universidades y alumnos. Cuando compramos un coche, que no nos suele durar más de cinco o seis años, disponemos de información sobre la calidad de los diferentes modelos. Llega, en cambio, la hora de escoger nuestra educación universitaria, cuyos efectos se van a dejar sentir a lo largo de toda nuestra vida, y tenemos que decidir prácticamente a ciegas. A ciegas y a partir de una lista de universidades reducida voluntariamente a las geográficamente más próximas porque, en su mayoría, estudiantes y familias descartan universidades que exijan un cambio de domicilio. Ello a pesar de que, quedándose en casa, el estudiante condiciona su futuro profesional y los ingresos de toda una vida. Una actitud como ésta, que desde el punto de vista económico parece poco racional (los costes de cuatro o cinco años de cambiar de domicilio son triviales comparados con los ingresos de una vida profesional de 50 años), se explica en parte por el convencimiento de que son mínimas las diferencias entre los servicios educativos que ofrecen las distintas universidades españolas, al menos por lo que se refiere a universidades públicas. Esta creencia contrasta con la opinión que tienen las propias universidades, perfectamente conocedoras de las grandes diferencias de calidad que existen entre sus propios departamentos y facultades y de las diferencias, que a veces resultan abismales, entre facultades de universidades distintas. Roza, por ello, la irresponsabilidad que la información sobre la calidad relativa de los servicios educativos (ingrediente básico de una decisión tan crucial como la de escoger la facultad en la que recibir estudios) sea escatimada a la población tanto por los poderes públicos como por los medios de comunicación. ¿No debería la Administración poner en marcha un proceso sistemático de comparación de la calidad de las ofertas educativas? ¿Por qué los medios de comunicación privados no investigan y publican regularmente índices de calidad de las facultades y departamentos de las universidades españolas? En Estados Unidos no es así, y US News and World Report, Business Week y otros medios suelen publicar una vez al año informes serios sobre la calidad comparada de las facultades de su país. ¿Cómo es que a ningún periódico o revista se le ha ocurrido hacer lo mismo en España (salvo tímidos y muy ocasionales intentos), cuando el interés por el asunto es palmario? Claro que comparar calidades es complicado. Pero las diferencias de calidad son a veces tan considerables, que incluso la utilización de parámetros simples ha de permitir que aflore información útil sobre qué servicios educativos puede esperar el alumno de las diferentes facultades de nuestro país. La masiva desinformación del estudiante-cliente con respecto a los servicios educativos que va a recibir sólo puede compararse con la desinformación similar del oferente de dichos servicios, la Universidad, con respecto a sus clientes. Las universidades saben muy poco sobre los estudiantes que reciben. En realidad, sólo saben la nota de cada estudiante, una nota fabricada a partir de las calificaciones obtenidas durante el bachillerato en escuelas de calidad y honradez calificadora muy dispares, y de la nota de unas pruebas de acceso que ninguna universidad, y mucho menos facultad, controla. Y sin embargo, la calidad del servicio educativo que cada facultad ofrece depende, en mucha mayor medida de lo que se supone habitualmente, de la calidad de su alumnado: un alumno ro-

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