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La peña

JUVENAL SOTO Alechugado en el mostrador del local, aquel Maimónides bebía los vientos y un 103 por Isabel de Castilla, una pelandusca de Sabadell que coqueteaba abriendo y cerrando su camisa ante los ojos anegados en lágrimas de Boabdil. En un tresillo junto a la chimenea, un centurión de la Legio Septima Gemina le había hecho palmar diez mil duros a Viriato en un tute subastado que llevaba camino de dejar al lusitano en bolas; más allá, sentados sobre dos bacinetas de cobre sobredorado de Lucena, Primo de Rivera y su hijo José Antonio consideraban la posibilidad de abandonar su destino de estreñidos en lo universal. A primeros de junio de cada año los miembros de la peña de reencarnados que estuviesen al día en sus cuotas celebraban un sarao para recordar. Todos conocían la grandeza de su pasado y algunos estaban seguros de mejorar en futuras reencarnaciones. Es el segundo año que echo en falta a María Antonieta, la pobre. Le han dejado la pensión para perder la cabeza, y eso que ella ya andaba muy mal... Bueno, bueno, María Antonieta siempre ha sido una impertinente, le contestó un tipo con melenas, corona de espinas y túnica blanca ensangrentada, que añadía: Mamá, acuérdate del pollo que montó con el tesorero por los tres recibos impagados de Robespierre. Total, a mí me crucificaron los judíos y no tengo nada contra Caifás. Ya ves tú, si me han dicho que ahora es practicante en la seguridad social. ¡Mira, el de la burra! ¿No te propuso ir con él a Egipto? A medianoche comenzaba el bingo. Este año, por las presiones del Archiduque de Austria y un grupete de amigos, anarquistas de Sarajevo, se premiaría el cartón ganador con un tirachinas antiaéreo. ¡Pero, señor mío, que a usted le cazaron estos mismos...! le reprochaba Iván el Terrible al Archiduque, amenazándole con su sable de cosaco de la cabalgata de Reyes. ¡Venga, querido Iván, seamos sensatos! Si le derribamos un caza a Búfalo Bill seguro que los reencarnados yankees no vienen el próximo junio... Trabucada de ginebra de garrafón, eructando merengazos de La Canasta, tifa de porra antequerana y mejillones con mayonesa, un travestido reencarnado por error en la vivísima Pitita Ridruejo hacía de improvisada lotera: ¡Los dos patitos...! Gran consternación. ¿Pitito, ya estás pedo? ¡Es el dos! puntualizó Ortega y Gasset, rebelándose entre la masa de renacidos que hipaban de angustia ludópata. De pronto: ¡Bingo! Era el mariscal Tito agitando un cartón repleto de palotes cruzados sobre los guarismos. A su lado, con una sola casilla sin pintarrajear, los componentes de la tripulación del Enola Gay pusieron cara de samurais. El mariscal Tito avanzó hacia ellos con el tirachinas antiaéreo recién ganado, y el más bajito de los pilotos norteamericanos esbozó un pucherete antes de comprender que ésa era su última reencarnación. A la noche siguiente un F-18 explotó en el cielo de Belgrado. Turulato, el portavoz de la OTAN negó en la rueda de prensa que los yugoslavos poseyeran tirachinas antiaéreos. Se trataba, dijo, de fuego amigo. Y, con su rabo sulfuroso entre las pezuñas de Satán, volvió al sarao en el local de la peña de los reencarnados infernales.

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