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La lepra

Entre las personas a las que entrevisté la semana pasada en Bosnia-Herzegovina, un musulmán nacionalista de 28 años me fue refiriendo algunos pormenores de la guerra en la que había participado. Tuvo que matar a algunos enemigos, quizá a una veintena, y había matado con furia y voluptuosidad. La guerra, me dijo, es la experiencia suprema y el odio se convierte allí en el apoyo más decisivo para el coraje y la temeridad. ¿De todo esto le quedaba algún aprendizaje positivo? Le quedaba el denso pringue del odio, y la insoportable peste que desprende la cabeza de un hombre cuando el cráneo revienta de un disparo. ¿Alguna conclusión más? Un firme anhelo de venganza contra aquéllos que habían degollado a su hermano, una ansiedad de exterminio contra cualquiera que se opusiera a los bosniacos allí donde tuvieran su hogar. No esperaba ni confiaba, efectivamente, en encontrar alivio a su animadversión. El nacionalismo le hizo matar y el nacionalismo puede todavía matarlo. Así juzga las cosas.En el centro de Sarajevo, cerca de la avenida Mariscal Tito donde hablábamos, tomando un helado al aire libre, no parece que suceda nada peligroso, pero dentro de las viviendas se siguen guardando los fusiles y lanzagranadas en prevención de otra batalla. En represalia contra los enemigos serbios y croatas, la mayoría bosniaca de la ciudad ha logrado pasar de ser la mitad de la población a representar las nueve décimas partes. La calma encubre vejaciones y discriminaciones contra las minorías locales. Lo mismo que sucede en las áreas donde se imponen serbios o croatas. El nacionalismo ha extendido esta lepra por los barrios, entre los mismos ocupantes de un bloque, entre los obligados a trabajar próximos. El miedo o la abominación fanática del otro es el subsuelo que oculta la falsa paz. En honor de las naciones.

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