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Nada cambia

ENRIQUE MOCHALES Cuando pedaleo en la bicicleta estática del gimnasio cuento hasta sesenta y vuelvo a empezar. Supongo que es para mantener el ritmo. Además de contar, suelo pensar en otras cosas. Al contrario de lo que opinan algunos simples, el gimnasio no es el palacio del poco seso. No. En el gimnasio se piensa. Pienso, por ejemplo, en el siglo que se va. Pienso que después del haz el amor y no la guerra vino el póntelo-pónselo y más guerras. Pienso que cuando un chaval me pregunte cuándo nací, yo le contestaré que en el siglo pasado. Después me miro las lorzas -o flotadores- en el espejo. Coño, con la inminencia del nuevo siglo estoy perdiendo peso. Ya le gustaría a Schwarzenneger hacerse una foto a mi lado. Quién me iba a decir a mí, que siempre albergué una profunda desconfianza hacia el ejercicio físico, que siempre preferí adelgazar agarrado a una cerveza y bailando, que iba a acabar en un gimnasio. Yo, que siempre fumé lo más fuerte, en el sentido más amplio de la palabra, fumo ahora un tabaco que es lo más bajo a lo que he podido caer. Bajo en nicotina, se entiende. No me he quitado de la cerveza, ni del whisky. A pesar de que sigo conservando vicios insustituibles, la conducta punk ya no me interesa. Como dijo alguien, de incendiario te vuelves bombero. Esto lo pienso mientras sufro en el press militar con máquina. Un refinado instrumento de tortura que hace que mis deltoides se inflen. A esto se le podría llamar masoquismo de preverano. Tengo treinta y cuatro años y aún no me he casado. Muchos de mis amigos lo han hecho. Tienen hijos. Sus vidas han sufrido una transformación radical. Yo sigo soltero. No me da por perpetuarme. No sé si yo serviría. Aunque a veces me quedo mirando el teléfono esperando que suene. No sé quién me gustaría que me llamase. Alguien que me dijese: "Hola, ¿te acuerdas de mí? Es que te llamo porque quiero fundar una familia". Dios, qué cosas se piensan mientras uno se machaca en las tracciones tras nuca. Tal vez ayer no hubiera debido tomarme esa última cerveza. Cuando llegue a casa, encenderé la radio, quizás radio clásica. Miraré mi móvil a ver si tengo mensaje, y revisaré también mi correo electrónico. Tal vez encienda la tele y la deje puesta sin sonido para que me haga compañía. No he de olvidar descolgar el teléfono para comprobar si el servicio contestador de Telefónica me obsequia con una voz grabada. Estoy rodeado de máquinas, no podría vivir sin ellas. Acaso esa es la señal inconfundible de que el siglo XXI ya está aquí. Eso me tranquiliza y me inquieta a un tiempo. Un poco de press vertical y los pectorales gritan. Por lo menos, hoy el cielo se ha arrancado por soleares. Eso siempre anima. Llega el verano. Se supone que llega para todos. Y tras el próximo invierno se acabó el siglo, independientemente de lo que digan los que discuten bizantinamente sobre si en realidad el s. XXI empieza en el 2001. Publicitariamente, es más atractivo el número 2000. Dicen que todos los que entramos en el 2000 con treinta años, aproximadamente, formamos parte de la generación X, y que la generación X, o más bien sus manifestaciones, se acaban. Murió Kurt Cobain, el American Psycho se evaporó en una calle oscura, Tarantino nos voló a todos la tapa de los sesos, y nos quedamos tan anchos. En el fondo, nada cambia. El hombre no evoluciona mucho de un siglo para otro. Lo único que cambia son las extensiones, las herramientas. Pero somos igual de inteligentes que en la Edad Media. Llega el verano. Es lo que más me importa ahora, mientras hago biceps. Tal vez cuando salga del gimnasio sea otro, como quien sale del cirujano plástico. La primavera implica renovación. El verano hedonismo. Tengo más confianza en estas estaciones que en el rimbombante siglo veintiuno. El mundo hace lentos progresos humanísticos, tan lentos que, precisamente, estamos curados de espanto. Llega el siglo veintiuno, y qué. ¿Incumbirá a los músculos del espíritu el efecto 2000?

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