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LA CRÓNICA Colas de cine SERGI PÀMIES

Hace unos años, durante una cena, un conocido me contó que su padre había muerto haciendo cola. Ocurrió una tarde de invierno, en Roma, en el vestíbulo de un cine. El hombre acababa de comprar su entrada y, junto a otras personas ordenadas en fila india, esperaba a que se abrieran las puertas de la sala. De repente, cayó fulminado al suelo. Alguien pidió una ambulancia pero ni siquiera los servicios de urgencias del hospital más próximo lograron reanimarlo. Por respeto a la memoria del difunto, no me atreví a preguntarle a su hijo qué película había ido a ver y siempre me quedará la duda (me ocurrió lo mismo cuando mataron a Olof Palme; escuché por la radio que había sido asesinado al salir del cine y, quizás para no asumir el horror de la noticia, me pregunté qué película acababa de ver). Desde entonces, siempre que estoy en la cola de un cine pienso que me voy a morir o que me van a matar. Para apaciguar estos funestos pensamientos, me distraigo observando el comportamiento de los demás. La seriedad de la cola, constato, depende de la película. Si la oferta es infantil o adolescente, la cola tolera algunas malformaciones en su perfección lineal y es, sobre todo, bulliciosa (no tumultuosa como la cola para comprar entradas de una final de fútbol, ni humillante como la de los extranjeros intentando legalizar su situación, ni soviética como aquéllas de las que hablaba Rafael Alberti -"prefiero hacer cola en Moscú que estar parado en América"- sin tener en cuenta que uno podía llegar a hacer cola en una cola del paro de Moscú). Si la película es para adultos, en cambio, aun conservando cierta dignidad geométrica, la cola incluye diferentes especímenes. En primer lugar, está el sujeto previsor, que saborea el privilegio de haber llegado antes que nadie. Luego está el tipo impaciente, que mira constantemente el reloj y que, de vez en cuando, chasquea la lengua o suspira para dar a entender que ya deberían haberse abierto las puertas y la taquilla. Más allá está el pesimista que, acompañado por su paciente esposa, especula sobre el aforo y pronostica, en voz alta, que les tocará una butaca demasiado próxima a la pantalla iniciando un monólogo que avergüenza (y al mismo tiempo dignifica) a su martirizada acompañante. Luego está el que, como yo, escucha las conversaciones de los demás y pesca frases tan fascinantes como: "Sí, home, i què més", "tuvo una úlcera duodenal sangrante" o "pues mira que tú". Entre los adolescentes, despierta especial compasión el que, formando parte de un grupo, llega antes que los demás y ve que, habiéndose abierto ya la taquilla, se acerca el momento decisivo de tener que comprar la entrada pero, al no llevar dinero suficiente para adquirir las de los demás, duda, suda y, finalmente, renuncia a la tanda para volver a empezar (cuando llegan los demás, se sorprenden de que su amigo no se haya enrollado comprando las entradas). También está el que va de cinéfilo por la vida y que alardea de conocimientos sobre la madre del director de maquillaje y el responsable de efectos especiales (el género fantástico ha abierto grandes posibilidades a los toxicómanos de datos, ya que multiplica por mil las tradicionales bases de informaciones inútiles sobre cine). Ante semejante sujeto, uno desearía poder repetir aquella escena de Annie Hall en la que, harto de que un pedante le escupa sus opiniones sobre Marshall McLuhan al cogote, Woody Allen se sale de la fila y va en busca del mismísimo McLuhan, que desmiente e insulta al insufrible enterao. Siempre cerca de los primeros lugares aunque intentando pasar desapercibido, está el venerable crítico, discreto en sus modales -no quiere abusar de sus prerrogativas y se sitúa en la cola por puro vicio-, sensible en sus apreciaciones y que, a pesar de los años que lleva bregando con programas de radio, televisión y asistiendo a festivales internacionales, sigue sintiéndose como un adolescente ante la inminencia de una nueva película. Y, finalmente, están los que, con relajada actitud, miran al cielo, fuman, sonríen o leen el periódico sin saber que, de un momento a otro, van a caer fulminados por un infarto. O, peor aún, van a ser asesinados al salir de la sala.

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