La muerte y las palabras
Cualquier aficionado a los toros sabe que no hay cosa peor que un mal puntillero, que con sus torpes pinchazos consigue levantar de nuevo al animal agonizante. Tal es el efecto que hasta ahora viene logrando la desastrosa intervención de la OTAN sobre Yugoslavia, no sólo por lo que concierne a la política de Milosevic, sino al resucitar una corriente de opinión que debiera estar enterrada, y bien enterrada: el seudopacifismo de raíz comunista, ahora amparado bajo otras siglas, e incluso con el disfraz de una independencia de criterio que a duras penas encubre una agresividad virulenta. La receta es fácil, aun cuando en estos últimos tiempos al guiso se le ha añadido un poco de una nueva salsa para aliviar el mal sabor, admitiendo que es censurable lo hecho por Milosevic en Kosovo, pero, una vez tranquilizada la conciencia y recompuesta la imagen, no se saca de ahí consecuencia alguna. La condena de la intervención arranca de cero, como si la OTAN actuara en función de una maldad intrínseca del mundo occidental.La llamada lucha por la paz olvida las guerras que no le interesan, defiende a los tiranos de la casa -"bombardean a Milosevic porque es de izquierdas", Anguita dixit- y crea una saludable confusión en la conciencia democrática, por no hablar del auténtico pacifismo. Es una perfecta jugada de billar a tres bandas.
Más aún, cuando en un caso como el de Kosovo las posibles opciones racionales están lastradas por el defecto de origen: el tipo de respuesta adoptado por la OTAN, al margen del derecho internacional y de la eficacia político-militar. Pero eso no ha de hacer olvidar quién es el responsable verdadero de la crisis. Ciertamente, Milosevic no es Hitler, pero sí es, en su calidad de estratega del crimen político, un digno heredero de Stalin, en la línea que, siguiendo a Gilles Martinet, cabe calificar como nacionalcomunismo. De Stalin toma Milosevic la consideración de la política como una confrontación en la que no caben compromisos ni acuerdos que no sean fingidos, con el propósito siempre de aplastar al adversario. Este rasgo es posiblemente el que le ha hecho particularmente odioso a todos aquellos dirigentes políticos que tuvieron que negociar con él. La imagen más extendida es que sólo cede ante el riesgo inminente de ser a su vez aplastado (Acuerdos de Dayton). A diferencia de otro político siniestro de la región, el locuaz Franjo Tudjman, Milosevic economiza sus manifestaciones y combina las declaraciones de firmeza con las que sugieren un falso apaciguamiento. Todo ello al servicio de dos objetivos principales: conservar por encima de los cambios formales el monopolio de poder heredado del régimen comunista y realizar la idea de la Gran Serbia, una vez que entró en quiebra la precedente Federación Yugoslava, donde Serbia ejercía una indudable preeminencia.
Poner en duda la condición neoestalinista de Milosevic es tanto como olvidar una trayectoria política, perfectamente documentada por sus actos y las declaraciones propias y de sus colaboradores, que arranca de Kosovo en 1987-89 y pasa por una secuencia de guerras y genocidios, esbozada sin éxito en Eslovenia, y en línea de ascenso luego en Croacia y Bosnia, para recalar de nuevo en Kosovo. La estrategia del jugador se repite una y otra vez. En una situación de crisis, casi siempre creada por él, monta la provocación para inducir al adversario a actuar en condiciones de inferioridad y caer entonces sobre él con su fuerza superior, amparado en la manipulación de los medios -aspecto en que es un verdadero maestro-, golpeando despiadadamente hasta, si es posible, destruirle. Kosovo fue el primer banco de pruebas. El Ejército serbio llevó hasta el lugar acordado las piedras para que los agitadores serbios ya preparados atacasen a la policía kosovar, mientras Milosevic presidía un acto, al que se presentarán los agresores para denunciar el inexistente ataque policial. Lo suficiente para que Milosevic lanzase en Belgrado la campaña cuyo punto final será la represión de los albaneses, eliminando de paso a los dirigentes moderados. Estalinismo sobre un fondo de nacionalismo inspirado en la religión ortodoxa. "Kosovo es el corazón de Serbia", dirá Milosevic cuando impulsa las movilizaciones en Belgrado que acabaron forzando a la presidencia de la Federación para suprimir la autonomía kosovar. La televisión de Belgrado, de entonces a hoy, será el vehículo de la mentira o el rumor del que surge deliberadamente la movilización patriotera. "Kucan, separatista y traidor" o "Vuelven los ustachis" son mensajes de suma eficacia cuando prepara las agresiones respectivas contra Eslovenia y Croacia. Claro, que si las manifestaciones son pacíficas y contrarias a él, la provocación vendrá de su policía, para forzar la entrada en juego de su baza preferida, el Ejército federal, legitimando el estado de excepción. Tras el golpe de Kosovo, el intento fallido de desmontar a Kucan en Eslovenia, la guerra contra Croacia en apoyo de la minoría serbia convenientemente sublevada de antemano y el asalto a Bosnia una vez fracasados en parte los ensayos anteriores se ajustan siempre al mismo guión. Con grados cada vez mayores de brutalidad: los fusilamientos en masa de los defensores de Vukovar eran el anuncio del futuro.
Lo sucedido en Bosnia no fue una explosión de violencia gratuita, sino la ejecución de un plan de muerte que, de acuerdo con Milosevic, el propio Radovan Karadzic anuncia a los demás bosnios cuando en el Parlamento de Sarajevo se plantea el tema de la independencia: "Abrís las puertas del infierno; en caso de guerra, todos los musulmanes serán exterminados", advirtió sin pestañear Karadzic. Son palabras registradas en vídeo, que, como las descripciones de Seselj sobre los procedimientos sanguinarios de los paramilitares y acerca de su dependencia de Milosevic, están a disposición de quien quiera escucharlas. La promesa de muerte se hizo efectiva, sin que sepamos si se repitió la consulta a Moscú, también documentada, que significó la luz verde para el ataque precedente a Croacia. El Ejército federal no intervino, salvo con su artillería, pero armó a los paramilitares y segregó su componente de serbobosnios. Y el exterminio pudo comenzar a partir de un preciso reparto de tareas: Milosevic y sus asesores fijaban los objetivos, facilitaban el apoyo económico, logístico y artillero, tocando a los soldados serbobosnios y a los paramilitares la conquista y la ulterior matanza de musulmanes. En los primeros casos, el orgullo de los
La muerte y las palabras
asesinos hizo posible la grabación y la fotografía de los horrores. Útiles porque, como ahora en Kosovo, provocaban la huida en masa de los musulmanes de otros pueblos, consumando la limpieza étnica. Fue un largo camino de muerte, diseñada en nombre del principio de la soberanía serbia, sin que importase que otros fueran la mayoría. De Zvornik a Srebrenica, con ocho o diez mil muertos en este último lugar, a pesar de la presencia de hombres de la ONU. Luego, tras un intervalo, otra vez Kosovo. Hasta hoy.La provocación a la OTAN surtió efecto y la torpeza de los aliados permitió a Milosevic cumplir su sueño de limpieza étnica en Kosovo. Ahora bien, el rechazo a la intervención, tal y como ésta se ha desarrollado, no significa que la misma, a la vista de los antecedentes reseñados, y con otras características y contenidos, dejando la guerra como última solución, no fuese necesaria. En suma, así no. Pero resulta demasiado duro admitir una victoria del genocida sobre sus víctimas kosovares. Unas víctimas que, de vencer Milosevic, no serían seguramente las últimas. El serbio es demasiado fiel a su estilo como para no calificar de complicidad la menor muestra de optimismo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.